viernes, 5 de diciembre de 2008

El primer gusto de fin de año

Me ha ganado la habapiriasis. El domingo, durante nuestro acostumbrado periplo al tianguis, y tras habernos embaulado la gorda tlaxcalteca de rigor, comenzamos la compra. Huelga decir que llevábamos ya rato discutiendo las posibilidades de las cenas de fin de año, que, al parecer, son gran preocupación en nuestra casa. No exclusivamente de, debo decir; es una preocupación que me traje conmigo de casa de mi madre, donde, al hablar de festejo, necesariamente se hablaba de comida. Poco importaba todo lo demás, lo importante eran las viandas que se irían a servir para conmemorar la ocasión, mismas que se preparaban en proporciones indignas de tres personas. Indignas, no por la calidad, sino que se preparaban en tal cantidad, que cualquier observador casual hubiera supuesto que ahí iba a haber un banquete para diez personas.


Decía, entonces, que los astros se conjuntaron. Habíamos barajado unas cuantas opciones, la mayoría con base de pescado, ya que no consumimos carnes rojas de ningún tipo desde hace un par de meses, unos panes, y a lo mejor preparaciones de verduras, o queso. Sin embargo, la puestera que vende chiles secos nos jugó una mala pasada. Junto a sus costales de moritas, pasillas y guajillos, descansaba plácidamente la pieza de pescado seco más bonita que había visto en mi vida. Justamente en semana de entregar trabajos casi finales, no está una para andar haciendo bacalao, que, en mi opinión, de todos los platillos de contemplación que existen, ese, sin duda alguna, se lleva la palma. Y es un plato al que hay que invertirle bastante, no sólo en lo económico, sino en la sección de paciencia y ganas de estar de pie un buen rato. Al principio como que no nos decidíamos. Preguntamos el precio. Muy módico, para pescado de tal calidad. Después de un rato de intercambiar miradas, decidimos dejarlo para la siguiente semana. Nos fuimos a visitar a los verduleros de cabecera, y parecía que ahí iba a terminar el episodio. Sin embargo, nuestra fuerza de voluntad no dio para tanto. Más tardamos en terminar la compra verduleril, que en regresar casi corriendo al puesto por el pescado. Lo pesaron, hicieron la cuenta, y pagamos, con la satisfacción de haber hecho una excelente compra. Regresamos a comprar lo que faltaba para la confección del plato, y regresamos a casa hechos unas castañuelas con nuestro pescado seco envuelto en una bolsa de plástico, despidiendo el clásico aroma de tienda de ultramarinos en fin de año.


Cuando llegamos a casa, sin embargo, me dio un ataque de pánico. ¿De veras iba a pasarme no sé cuántas horas preparando el dichoso pescado? Porque tenía que hacerlo, so pena de que se me echara a perder el kilo y medio de jitomates que le había destinado, por no decir que se iba a secar el manojo de perejil que había traído al propósito. Como no queriendo la cosa, traté de ignorar al pescado. Imposible. Cada que entraba a la cocina, el olorcito de tienda de ultramarinos se me colaba a la nariz. Un día, incluso, llegué a pensar que algo se estaba echando a perder. Pero no sirvió el jueguito mental: una vocecilla insidiosa me recordó que era el pescado que me estaba esperando. Ok, ya, para qué darle más vueltas. Un poco de planeación, y listo.


Así que el martes comencé con los previos. Poner a desalar el pescado y poner a fermentar la masa del pan que lo acompañaría. Cambiar el agua unas cuantas veces. Todo estaba listo el miércoles. La masa había fermentado y el pescado estaba listo para ser cocinado. El problema vendría a la hora de la mise en place, que dicen los entendidos en cocina. Porque se dice fácil preparar el bacalao, y más aún cuando se observan las ingentes cazuelas que preparan las señoras que se dedican a la venta de dicho producto en esta temporada, o cuando en cada carta de casi cada restaurante que se respete se encuentra dicho plato en el menú. Pero las complicaciones que me deparó el pescado fueron un chiste, comparadas con las dificultades que presentó la elaboración del pan.


Había decidido que para acompañarlo, quedaría bien un pan sin amasar. Dicha receta, publicada en el New York Times hace un par de años, hizo furor entre los blogueros gastronómicos. Todos se hacían lenguas sobre lo sencillo que resultaba, y lo bien que quedaba. Todo era cuestión de dejar la masa, que no lleva más que agua, harina, sal y una mínima cantidad de levadura, fermentar por doce horas, dieciocho a ser posible. El tiempo solo haría el milagro de desarrollar el gluten de la harina y mejorar en mucho el sabor, en comparación con un pan de fermentación rápida. De modo que me vendieron la idea y puse manos a la masa, literalmente. La primera mezcla, que es la que se deja reposar doce horas, quedó tal cual indicaba la receta. Los problemas comenzaron a la hora de tratar de empezar a manipular la dichosa masa, que ya para esas horas, había adquirido la consistencia de pasta de hot cakes espesa. Decidí seguir adelante con el proceso, con la mejor voluntad del mundo y un pánico de mil demonios. No había poder humano que hiciera que la masa tomara la forma de una bola, como dictaba la receta. Acomodé mi masacote en un trasto, lo tapé, lo encomendé a todos los poderes cósmicos, y lo dejé reposando otro par de horas, en lo que comenzaba con la elaboración, propiamente dicha, del pescado.


En lo que la masa más holgazana que he hecho en mi vida seguía con su laxa vida, cómodamente situada en mi tazón de bolitas, comencé la picadera. La cebolla, cual es costumbre, me saltó las lágrimas de los ojos. En lo que pensaba en las víctimas del terrorismo, en los niños de Somalia y demás, proseguí picando cebollas y llorando a lágrima viva, hasta que mi compasión por el resto del género humano terminó al abrir la ventana que da a la azotehuela. Tras colocarla en la cazuela, en la que ya había puesto una generosa cantidad de aceite de oliva extra virgen, si me hace usted el favor, me puse a picar ajos. Por una torpeza mía, la operación me llevó más tiempo del que debió. Porque, teniendo un par de cabezas de ajo de diente grandote, en vez de pelar y picar esas, se me ocurrió comenzar con los restos de otra cabeza de ajos, de dientes minúsculos. Después de darme de topes, tras haber pasado un buen rato pelándolos, decidí regresarlos a su hogar, en la repisita de la ventana, y proseguir con los dientes grandes. Terminada la operación, dejé que se confitaran-esto es, a fuego casi mínimo, el aceite despedía unas burbujitas pero no hervía arrebatadamente-un rato en lo que me daba a los diablos por no haber lavado el perejil el día anterior para que se secara adecuadamente. Rápidamente deshojé el perejil, del que hube de desechar la mitad, consecuencia de haberlo tenido radicando un día completo en la bolsa del mandado y un día más junto a la estufa, y, aventándolo en una coladera, lo lavé, tras desechar el momentáneo pensamiento de echarlo a la olla sin lavar. Lo piqué, rogándole a las mismas fuerzas cósmicas que velaban por mi plasta informe, que no se hiciera una pasta, según dicen que sucede las máximas figuras de la cocina televisada. Al darme cuenta que eso no ocurría, y tras echarles una maldición entre dientes, lo agregué a la olla. Súbitamente recordé que el pescado estaba todavía sin cocer, por lo que procedí a enjuagarlo por última vez antes de ponerlo a hervir, confiando en lo que la chica del puesto me había asegurado: que si lo dejaba de más en el agua hirviendo, se me iba a deshacer.


Nunca había cocinado con jitomate bola. La tradición dicta que se utilice jitomate guaje, amén de que ni a mi madre ni a mi abuela les gustó jamás el antedicho jitomate. El invitar a tan atípico huésped, entonces, no correspondió a una ruptura consciente de la tradición, obedeció a razones de tipo práctico: el jitomate guaje estaba horrendo, y aparte, carísimo. Los bola, por su parte, estaban cuquísimos: chiquitos, no de esos jitomatotes asquerosos de barra de ensaladas o de súper, y hasta con su rabito muy verde, muy rojitos pero no excesivamente duros. 'Puro de invernadero', me había asegurado el verdulero. Así que los despojé del rabito, los lavé y procedí a picarlos, no sin cierto temor de que el verdulero, en su afán de vender, me hubiera dado el camelo y estuvieran todos descoloridos por dentro. Afortunadamente no fue así, de modo que alegremente procedí a picarlos para agregarlos a la olla junto con todo lo demás, que ya a esas alturas despedía un olor que me gusta catalogar como de clásico de fin de año. Y es que la cebolla, el ajo y el perejil friéndose en aceite de oliva tienen ese no sé qué que me transportan de inmediato a la cocina de casa de mi abuela, donde mi hermano se encargaba de preparar el pescado, y mientras todo eso se freía, nosotros nos comíamos vivo a todo bicho viviente que tuviera la mala fortuna de ser miembro de la familia, entre grandes risotadas.


Una vez agregado el jitomate al sofrito anterior, comenzó la contemplación propiamente dicha. Porque si bien la mayoría de los guisos dictan que el plato está listo cuando el jitomate se fríe, en este caso hay que esperar a que se seque, so pena de que al día siguiente haya que tirar la olla entera de pescado a la basura. En lo que contemplaba al jitomate, me di cuenta de que había transcurrido hora y media. ¡Hora y media! Y la saqué barata. Prendí el horno y metí a cocer el refractario en el que iría el pan, ya que la receta dicta que se ha de poner al horno media hora antes de cocer el pan. Extraño, nunca supuse que los trastes requirieran de cocción, pero no fuera a ser la de malas que la receta me fuera a jugar su última y peor trastada por no seguir el proceso a la letra. Así que mientras le curaba los resabios de la juerga al jitomate y el trasto se cocía, me dispuse a desmenuzar el pescado.


La operación del desmenuzado del bacalao siempre me ha parecido asquerosa. Año tras año observaba a mi madre y a mi abuela llenándose las manos de pescado, separando espinas y pedazos de piel, conjunto que, de no ser porque las quiero mucho, me hubiera hecho salir corriendo de la casa con los pelos de punta y verlas en dicha actitud en pesadillas recurrentes. Esta vez me pareció menos repelente, ya que mi pedazo de pescado, empezando, no tenía una sola espina, menos pedazos de piel. Es más, a contraluz se podía observar todos y cada uno de los detalles de la estructura del pescado. No pudimos observar su composición molecular, porque ya hubiera sido pedirle demasiado. Así que, sin casi esfuerzo, desmenucé el pescado, mismo que casi se deshacía nomás de tocarlo.


Faltaban las papas. Chin, las papas. Justo cuando ya se está viendo la luz al final del túnel, no falta recordar ese pequeñísimo detalle que ya estábamos pasando por alto. Vi la olla exprés con cierto rencor. Siempre me da algo de flojera poner en operación mi hiperbólica olla exprés, pero más me da todavía bajarla de la repisa. De modo que llegué a la solución de compromiso. Como al jitomate le faltaban años luz para secarse, pensé que lo mejor sería agregarlas crudas y que se cocieran en el jugo del jitomate, justificándome con la idea de que quizá el sabor mejoraría. Así que las lavé, las pelé y le pedí a Daniel que las cortara como dos días atrás había hecho para la elaboración de unas papas a la Pushkin-que no son más que papas cocidas y fritas con cebolla, tal como las hacia mi abuela, misma que no presume de refinamientos gastronómicos-. Las agregamos a la olla, mezclamos el pescado y lo dejamos ahí, tapadito hasta que se terminaran de cocer las papas.


Faltaba lo que me arrancó más de una maldición: el pan. Tras verificar que el trasto estaba perfectamente cocido y quemarme los dedos, vacié la masa. En la receta se especifica que dicho proceso consiste en voltear la bola de masa de modo que quedara en el trasto con la costura hacia abajo. Pero ¿cuál maldita costura, si la masa no tenía consistencia de tal sino de pasta de pastel? Como pude vacié la masa, y la sémola con que la había cubierto tras haber hecho la 'bola', que no fue más que poner mi mesa perdida con toda la pasta que se pegó, quedó regada por toda la masa, arriba, abajo, en medio, en todas partes. La pasta siseó como gato enajenado al tocar el fondo hirviendo del refractario. Tratando de no hacerle mucho caso, la tapé y la metí al horno, marcando treinta minutos tras los cuales debía destaparse la masa. Y finalmente, respiré, aunque no todo lo libremente que hubiera querido, puesto que el pan, o lo que fuera a salir, todavía no estaba listo.


Al cabo de los treinta minutos, la masa esa había comenzado a dorarse y a dar un buen signo: se había despegado del refractario. Lo que no me puso tan buena cara fue el hecho de que se le estaba formando una costra sumamente dura. Porque una cosa es la corteza de un bolillo recién horneado y otra las durezas graníticas que se prefiguraban en la superficie del pan. Bajé la temperatura del horno, no fuera que se quemara, y lo dejé otra media hora, al cabo del cual salió un panecito que efectivamente hizo oler la casa a panadería, lo que me puso de buen humor.


Cuando saqué el pan del horno, las papas no habían terminado de cocerse, y el obvio producto de haber dejado la olla tapada se hizo evidente: había un hermoso charco formado en medio del pescado. No me importá demasiado, ya que las papas necesitaban un poco más de humedad para acabarse de cocer, de modo que volví a tapar la olla mientras contemplaba, no sin cierto horror, lo que se suponía que debía ser un pan, al que cada vez se le endurecía más la costra. Quizás era que, al irse enfriando, el manosearlo resultaba más fácil, o sea que fue en ese momento que nos dimos cuenta a carta cabal que había horneado un bloque de concreto, el cual, por cierto, presentaba unas fisuras en su superficie, mismas que me sumieron en el más profundo pánico, ya que se supone que a un pan, mientras reposa y se enfría, su misma corteza le ayuda a redistribuir toda la humedad entre la miga, y parte de la misma va a dar a la corteza, lo que produce que se ablande un poco. Como fuere, lo hecho, hecho estaba.


Al terminarse de cocer las papas, di el campanazo para sentarnos a cenar, no sin antes añadir las aceitunas a la olla. Y el producto de largas horas en la cocina aquí está:



Nótese que el pescado aún estaba hirviendo, pues no era cosa que guardara toda la humedad que se había juntado tras la larga cocción de las papas, aunque todo ya estaba en su punto. Y el pan, se ve de lo más mono, y no sólo eso, sino que al irlo partiendo, se fue ablandando la corteza como por ensalmo. Debo admitirlo, al principio Daniel hubo de coaccionarlo con el cuchillo eléctrico, ya que de otra manera el muy testarudo no se iba a dejar hincar el diente. Pero, una vez que casi nos arruinamos la dentadura con la porción de la orilla y que se pudo cortar la rebanada, nos sentamos a cenar.
¿Los resultados? No quiero sonar muy orgullosa de mí misma, pero para ser la primera vez que preparo el platillo, de cabo a rabo y hasta con pan, no quedó nada mal. Ese primer día, incluso, notamos que le faltó un poco de sal, falta que se subsanó al día siguiente gracias a la sal que largaron las aceitunas. El sabor que le impartieron el ajo y la cebolla más el perejil fue el justo, y el pescado no tenía ese regusto mariscoso, que dijera mi abuela, que es capaz de arruinar hasta la mejor preparación. Tenía el punto justo de jitomate, y la cantidad de papas fue la correcta. Las aceitunas a lo mejor escasearon un poco, pero tenía las suficientes para darle buen sabor sin llegar a hostigar. En cuanto al pan, nos sorprendió que la miga fuera húmeda, contrariamente a lo que pensábamos dada la dureza de la costra, y resultó un buen acompañante. Sólo nos faltó el vino, pero tal cosa era impensable ya que al día siguiente había que levantarse temprano para la chamba.
Esa fue nuestra primera cena de fin de año. Una gama de sabores que, desde los primeros pasos de la preparación evocan inconfundiblemente que el año está llegando a su fin. Y para mí, la mejor parte de este año que toca a su fin no serán las fiestas, ni los regalos, sino la comida, como siempre, y la compañía.