lunes, 2 de marzo de 2009

Encuentros afortunados

Lo bueno de tener gente tragona en casa es que los experimentos culinarios que salen de mi cabeza o de las múltiples páginas de Internet que consulto cada que quiero o requiero una nueva receta, rara vez terminan en el bote de la basura. Las más de las veces, dicho sea sin-mucha-vanidad, son glotonamente consumidos 'hasta no verte, Jesús mío', que dijeran los borrachitos, para luego enumerar las deficiencias encontradas en los mismos, de lo que surgen ideas para mejorarlos o de plano, para no volverlos a hacer.

Sin embargo, al margen del palerismo gastronómico de que me he visto rodeada-con deshonrosas excepciones, claro está- casi desde que realicé mis pininos en la cocina, han habido cosas que han salido de la misma francamente abominables. Me remitiré a una sola cosa, objeto de mi presente reflexión: los 'biscuits'. Ya mis amables lectores se encargarán de recordarme lo que-a propósito- haya dejado fuera.

En una de esas ocasiones de preparar comida 'para quedar bien', se me ocurrió la brillante idea de hacer una comida estilo 'sureño'. Ya saben, pollo frito, biscuits, puré de papas, y, para no bajarle al tono gringo, crema de jitomate. Pues bien, al parecer, al principio todo iba a pedir de boca. El pollo había quedado convenientemente rebozado, la crema iba bien, en fin. La cosa empezó a ir un tanto cuesta abajo cuando acometí la elaboración de los mentados panecitos. Como es mi costumbre, manosée la receta, no la seguí al pie, y bueno, también he de confesar que las instrucciones no eran del todo claras. Acabé con unas cositas bastante duras, que, si algunas fueron consumidas, fue merced a que acababan de salir del horno, y, acá entre nos, es bastante difícil sustraerse al encanto de algo recién hecho. Lo malo vino al día siguiente: parecían pedazos de papel mascado salidos de una bolsa de conocido garito de pollo frito.

Tiempo después, volví a acometer la tarea de preparar, un domingo por la noche, mi famoso 'menú sureño'. A pesar de seguir esta vez las instrucciones, según me pareció, al pie de la letra, los panecitos no corrieron mejor suerte. Nuevamente salieron duros, resecos...prácticamente incomibles al día siguiente. 'Me doy', dije. Los panecitos habían conseguido lo que ningún plato hasta la fecha: darme pesadillas hasta el punto de no querer oír hablar más del peluquín.

Sin embargo...ah, entre tragones te veas. Hace una semana, exactamente, Daniel y yo fuimos al Sótano a buscar un libro. En cuanto divisé la sección de libros de cocina, ¡pies, para qué os quiero!, salí disparada a ver qué ofrecía la librería. Ya traía el gusanito de adquirir un libro nuevo de cocina, pero la vez que fuimos a Libros, Libros, Libros, me pareció que los $345 que costaba un libro de panadería artesanal estarían mejor empleados en libros para mi tesis. De cualquier forma, no pensaba yo en gastar en un libro de cocina. Así que cuando vi el volumen dedicado al pan de la colección de Williams-Sonoma, me puse a ojearlo con una avidez cual si de una comedia de la Restauración se tratara. Me gustó el librito. Buenas recetas, bonitas ilustraciones, las explicaciones parecían sencillas y a la vez detalladas...decidí ponerlo en mi canasta de 'buenos deseos, ahí para cuando tenga la lana'. Lo cual puede significar, o la próxima quincena, o los próximos dos años. En ese momento, llegó mi hado padrino y con su varita de virtudes plástica y de color azul me dijo: 'te concedo un deseo'. Claro está que a mi hado padrino lo mueven intereses ajenos al premio de virtudes o buenas conductas: diría yo que le interesa lo que salga en el libro porque en un momento no muy lejano, lo mismo saldrá del horno a la mesa. Sabe perfectamente que no soy como esa gente que compra libros y libros, o archiva toneladas de recetas para pasarse la vida entera cocinando siempre lo mismo. Y sabe perfectamente que el pan hecho en casa se ha convertido en una de mis/nuestras debilidades últimamente. Así que el hado padrino le dio el tiro de gracia a la fuerza de voluntad, y salimos de la librería con el libro en una bolsita muy mona. Gracias, también, a que el hado padrino es un ferviente miembro de la 'Cofradía de los Tragones'.

Al llegar a casa, seguí ojeando el libro con igual avidez. Me encontré un par de piedras en el zapato. Un par de recetas de 'biscuits', a saber. Chale, pensé, las mugritas estas me persiguen. E insensiblemente lei una, dos, tres veces las recetas. Como dije anteriormente, las instrucciones eran claras y detalladas, precisas en cuanto al método empleado para mezclar la masa, paso en el que, estoy convencida, se hallaban todas mis dificultades y mis pésimos resultados. Hasta que ayer, en una crisis de panificación, tras dos semanas enteras sin amasar absolutamente nada, me decidí. No tenía muchos ánimos de pasarme toda la tarde contemplando una masa mientras se fermentaba, y, dicho sea de paso, la idea de hacer unos panes 'rápidos' me anduvo rondando todo el fin de semana. Así que, unas vez estuvo prendido el horno, en lo que se cocía el pavo y un pie elaborado con el relleno sobrante de una tanda de canelones elaborada la semana pasada, me puse a transcribir la receta de los mentados 'biscuits'.

Dificultad número uno: la receta está pensada para elaborarse en procesador de alimentos. Como yo no tengo uno, ni espacio para almacenar dicho trasto, tuve que pensar en la forma de seguir el procedimiento, lo más fielmente posible, pero con todo a manita. Primero, y a falta de un estribo, me di a la ardua tarea de cortar la margarina en la harina con dos cuchillos, procedimiento que he seguido siempre que me encuentro con que 'hay que integrar la grasa bien fría en la harina en el procesador'. A la hora de integrar los líquidos, no se me ocurrió nada mejor que 'apuñalarlos' con una pala de madera en la harina, para evitar la fricción hasta donde fuera posible. Y para evitar el manosear de más la masa, problema que parece enorme cuando de confeccionar estos panecitos se trata, opté por extender la masa a mano y cortarla en rectángulos. Debo decir que las instrucciones para integrar la masa fueron lo bastante claras respecto a cómo debe de hacerse: debe de seguirse un procedimiento al que los entendidos llaman 'fresar', que no es otra cosa más que con la palma de la mano ir integrando los ingredientes 'menos de doce veces', dicta el libro. Contando, contando, no lo hice ni la mitad de las veces. Coyona que soy a veces. Y finalmente preparé mi charola con un tapete de silicón-maravillas de la tecnología que evitan andar engrasando y enharinando o usar papel encerado-, acomodé mis bultos informes, y se fueron al horno.

No conté los minutos de pánico que pasé desde que se fueron al horno los dichosos panecitos hasta que salieron. Baste decir que cuando le di la vuelta a la charola, me encontré con una sorpresa de lo más agradable: sin estar barnizados ni nada los panecitos estaban adquiriendo un tono dorado bastante interesante. Unos minutos después, los saqué del horno, no fuera que se resecaran y pasara lo mismo de siempre. Cuál no sería mi asombro, cuando, al tocar uno, me encontré con una superficie dorada y quebradiza y un interior suavecito y esponjoso. No quise cantar loas antes de tiempo. Pero a la hora de probarlos, se abrían a la mitad con la sola presión de la mano. Por dentro estaban esponjosos, y por fuera, doraditos. Justo como tenían que haber quedado. Por no decir que, con una leve tostada, sin abrir, hoy en la mañana cayeron de perlas, uno con pavo y el otro con mermelada. No se habían resecado ni endurecido.

Por eso hablo de encuentros afortunados. De no haber sido por el libro, le seguiría teniendo pánico a los 'biscuits'. Sin embargo, encontré una excelente receta que me sacó del atolladero, que no sólo decía qué había que hacer, sino cómo y por qué. Creo que a veces la mala experiencia culinaria parte de una receta mal dada, mal transcrita, o con instrucciones pobres. No reniego de la primera receta, que procede de un sitio muy confiable en lo general. Simplemente apunto que escribir un libro de cocina no es tan sencillo como parece. Es casi como escribir un instructivo: si no es lo suficientemente prolijo en sus explicaciones, se corre el riesgo de que, al armar el escritorio, una de las patas quede en la superficie y las piezas terminen no embonando entre sí. Lo que origina no pocas mentadas, y que el escritorio vaya a dar irremisiblemente al almacén de donde salió, que quedemos dándonos a todos los diablos y no nos queden ganas de armar absolutamente nada más complicado que un avioncito de papel, por no hablar que tendremos que estárnoslas viendo con operarios carones cada vez que adquiramos un mueble que no esté completamente armado. Exactamente lo mismo sucede en la cocina. Sólo hace falta alguien que sepa explicarnos, a los que somos un poco tardos, cómo se hacen las cosas. Y de ahí en adelante, todo marcha sobre ruedas.