viernes, 3 de abril de 2009

Desastres culinarios, o cómo hacer un sandwich con pan sin nalgas

Desastres nos pasan a todos. Desde a aquéllos para los que entrar a la cocina es una odisea de pesadilla, ya que saben que, en cuanto entran las ollas se ponen a gritar, el grifo se niega terminantemente a proporcionar agua y la materia prima principal se esconde en los rincones de la alacena, disimula su existencia tras una bolsa de plástico en el refri, o, como los camaleones que cambian de color, desarrollan, a voluntad, capitas de colores chistosos, que pueden ir desde el rosa mexicano hasta el azul marino para que se piense que, o ya se echó a perder, o que a eso no se le puede llamar comida, hasta a los que gozamos de cierta experiencia y habilidad en la cocina, para quienes no es tan complicado crear platillos comestibles-a veces más, a veces menos-con cierta frecuencia.
Supondríase, entonces, que para el segundo grupo, la labor cocineril no debiera tener los tintes de pesadilla de que se tiñen las experiencias de los menos aventajados. Supondríase que, al gozar de una mayor experiencia, se conocen mejor los elementos que intervienen en la preparación de un plato, se sabe qué utensilio es el más adecuado, dependiendo de lo que se va a preparar y el tipo de cocción que requiere, y se tiene más tino a la hora de elegir entre los múltiples productos que ofrece el mercado para mantener la frescura y bienestar de los ingredientes. ¿Sí? Pues no.
Porque, señor, resulta que el mercado hoy día ofrece únicamente una marca de papel encerado. Y ese maldito papel-que, si en este momento doy la marca es para hacerle un gol a la inversa-Reynolds no sirve. En absoluto. Supónese que la función del papel encerado, cuando se utiliza para recubrir los moldes o charolas en donde irán al horno ciertos productos, como panes y galletas, es la de evitar que las masitas se peguen a los moldes, facilitando, no sólo el sacarlos de los mismos, sino el lavado de los trastes. Pues no. El otro día, al tratar de sacar una focaccia de la charola donde se había cocido, misma que teníamos perpretrado utilizar para hacer sandwiches-¿sandwiches? ¿Con focaccia? Y bien, ¿a mí qué me va lo que digan los malditos puristas del pan a quienes nunca se les había ocurrido?-, resulta que, de la charola salió de mil amores, el problema empezó al tratar de desprender el papel de la base de la misma.
Y no era la primera que nos hacía el malhadado papel. Lo había usado ya anteriormente para forrar mis moldes y sacar panes, pasteles, panqués y demás. Me los dejaba un poco amorfos, pero nunca había sido nada de cuidado. Digo, lo que confecciono es para comer, no para meterlo a concursar. Hasta el fin de año, que sucedió nuestra primera tragedia. El cocinero invitado-el infatigable viajero transcontinental- había elaborado un 'crocante de queso con ajonjolí caramelizado' para acompañar la ensalada. Guau, qué refinamiento. Lástima que no duró mucho el tal, ya que, al tratar de desprenderlo del papel, resultó que todo, o casi todo, se había adherido insistentemente al mismo, y las porciones que se sacaron resultaron inutilizables. No eran más que miguitas, excuso el decirles, para que nadie nos tache de desperdiciados. Lo bueno es que privó el buen ánimo, a pesar de que la galleta se fue al cubo de la basura casi en su totalidad.
La segunda grande vino cuando se me ocurrió que para el brindis del fin de año quedaría bien un pionono salado. Ojó. Una hora de estar soportando el ruido que mete la batidora de pie, luego que hay que hacerlo todo en friega para que no se dé al traste la hora de batido, luego al horno doce minutos...y cuando traté de despegarlo del papel, todo se rasgó. Ingenuamente pensé que si lo despegaba una vez y lo enrrollaba, no habría ningún problema. Cuál. Se volvió a pegar. Y se volvió a rasgar. Lo bueno es que, a pesar de todo, el chico parece que salió bastante fotogénico-después de ponerme casi de rodillas para rogar a los fotógrafos que obviaran el lado siniestrado-. Tres kilos de páprika-y miles de mentadas y un berrinche fenomenal- después, más o menos quedó así:

Pero dicen por ahí que la tercera es la vencida. Después de estar contemplando más de un día la masa de la focaccia en ciernes, de menearla con todo el cuidado posible-'para que no se rompan las burbujas de aire', que dicen los entendidos-, de estarla estirando a intervalos de veinte minutos, y en fin, de estarla mimando más de lo que suelo hacer con el perico por un espacio de más o menos tres horas al hilo, se me ocurrió que sería una buena idea, en vez de engrasar la bandeja, forrarla con papel encerado. La burra al trigo. Al salir el pan del horno, como ya dije, de mil amores salió de la bandeja. Pero no del papel. Se había simbiotizado-¿se dice así?- con el papel, al grado que prácticamente no se veía. Bueno hubiera sido que se hubiera hecho una con el pan al grado de pasar desapercibido. Pero el regustito a papel era inconfundible. De modo que, para no echar tanto trabajo a la basura, optamos por cortar la corteza inferior, con todo y papel. Y les presento la exclusiva creación de la Cocina Confusa: el Pan sin Nalgas.
Lo que nos obligó a ingerir sandwiches igualmente sin nalgas. Nada que no se solucione con algo de pechuga de pavo, queso y unas rebanadas de aguacate. Poco vistoso, a lo mejor, pero bastante sabroso:
De cualquier forma, ya estábamos aburridos de que, ahora sí, tiro por viaje, el papelito estropeara casi todo lo que tocaba. Y después de mucho-bueno, ni tanto- meditar qué haríamos con él, llegamos a la siguiente conclusión:


En nuestro siguiente periplo a la plaza Fiesta, o algo así, que aloja una tiendita de repostería bastante fresa, hemos decidido invertir al menos cinco pesos en un pliego de papel sulfurizado. Y en el ínter, las siguientes focaccias se fueron al horno como Dios manda: en una charola engrasada y enharinada. No fuera la de malas...