martes, 19 de agosto de 2014

Sofritos para el alma

Nadie dijo que vivir en una unidad habitacional sea sencillo. Es más, no hay nada más lejos de la realidad. Miren ustedes: al parecer, entre más personas compartan un espacio, más difícil es entender las dinámicas a las que uno se debe de sujetar si es que se quiere que su vida no transcurra en una perpetua cena de negros. A nadie parece serle sencillo el hecho puro y duro de tener que renunciar a ciertas cosas para preservar la paz en la convivencia, y también hay cabezas aún más duras que son incapaces de comprender hasta las más elementales reglas de la física, como por ejemplo, aquella que dice que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. O, mejor aún, traduciéndolo a la jerga propia de las unidades habitacionales, si en tu contrato de compraventa se estipula que tu vivienda, sea del tipo que sea, tiene asignado un lugar de estacionamiento, no puedes intentar meter dos vehículos sin joder a alguien más.

Este problema, junto con otros cuantos miles, se agrava por momentos en el sitio donde tenemos nuestro domicilio. Ya que cada vez es más fácil hacerse de un vehículo, cada vez son más raras las familias poseedoras de un solo automóvil, y como cada vivienda tiene asignado un sitio de estacionamiento, el problema es de alivio. Pocos son quienes buscan alquilar un sitio de estacionamiento, porque les duele el codo soltar lo que pidan por el cajón y prefieren hacerle la vida pesada a los demás invadiendo el arrollo. Y muchos son los que, cuando se enfrentan a la indignación de aquellos a quienes han estorbado, ya sea para entrar, salir o simplemente para mover su vehículo, niegan que su proceder cause algún inconveniente. Pero causan, y muchos. Veamos un par de ejemplos.

Hace unos años, detectamos la presencia de un enjambre de abejas en una de las luminarias. Sin duda alguna, las muy industriosas señoritas encontraron muy cómoda su ubicación; lo malo era que continuamente, nos encontrábamos a alguna parienta despistada metida en el baño…o en cualquier otro sitio de la casa. Bastaba con abrir una ventana para empezar a oír zumbidos. Se llamó a los bomberos, y, aparte de regañarnos porque no estuvimos en la calle todo el día viendo a qué horas llegaban, nos dijeron que, de plano, la telescópica no entraba. ¿Por qué? Porque aparte de estar perfectamente invadidos por vehículos mal estacionados, que imposibilitan el paso de vehículos más voluminosos, las jaulas impiden el acceso de los vehículos de emergencia allá donde se les necesite.

De manera similar, las ambulancias las pasan canutas para cumplir con su labor. Hay muchos vecinos por acá que no pueden moverse por su propio pie. Hay muchos a quienes vienen a recoger las ambulancias de los traslados programados de las entidades públicas de salud; y es penoso ver el rollo que tiene que hacerse para sacarlos de sus casas porque las ambulancias no pasan y porque a los camilleros les da flojera ir por el paciente. No sea que se les caiga y los parientes quieran cobrarlo como si fuera nuevo.
Menos dramático, pero igualmente engorroso, resulta verse encajonado por algún imbécil que tuvo la ocurrencia de dejar su coche plantado frente a la jaula de uno. “Nomás un minutito en lo que voy a mi casa”, dicen, y piensan que eso les da alguna especie de permiso de estorbar la salida de algún vecino que tiene la mala pata de tener su lugar de estacionamiento justo enfrente de la salida del lugar donde radica el patán de marras. Hemos visto gente que casi agota las baterías de sus coches tratando de llamar la atención de dichos patanes sin ningún éxito, porque las más de las veces resulta que ese minutito se convierte hasta en media hora, en lo que pasan al baño, en lo que hacen aquello de lo que se acordaron, en lo que buscan un papel que no les hace falta pero que les entra la súbita urgencia de tenerlo a la mano…y se olvidan del coche que dejaron mal estacionado. Mención especial merecen los pelados que invitan gente, con la mayor inconsciencia, y exigen que se les permita el paso para estorbar donde buenamente les dé la gana. Es demasiado esfuerzo pedirles que, ya que van a hacer la patanería de estacionarse donde no se puede, por lo menos pongan un papelito en su parabrisas informando del lugar donde puede encontrárseles para pedirles que quiten su coche. Encima de que le quitan a uno el tiempo, todavía se incomodan.

Todas estas situaciones tienen un común denominador: la patanería superlativa de la que parece verse aquejado el citadino contemporáneo. La prepotencia con la que actúan algunos individuos, dueños de un departamento de interés social, es equiparable a la del político o el millonario que es capaz de echarle encima a los guarros al pobre infeliz que se atrevió a no quitarse cuando le echaron encima la camioneta. Pero, pensándolo bien, es muy probable que el supuesto pobre infeliz del ejemplo sea, cuando llega a su casa, el victimario de su vecino, al que gritará y agredirá casi como en venganza. Y también, si nunca ha sido víctima de guarros ni de políticos ni de millonarios, igual será prepotente con quien se deje porque, al parecer, somos un pueblo tan acomplejado que necesitamos esas demostraciones para sentirnos que somos algo.

De todos estos males, suelo curarme en la cocina. Porque en la cocina, hay pocas probabilidades de que los ingredientes se me rebelen o de que el refrigerador se niegue a entregarme lo que le pido. Si el platillo queda salado, yo sé que fue porque se me pasó la mano; si se quema, porque no puse cuidado. No dependo de una frágil buena voluntad de las verduras o de la carne para que quede bien el plato, ni tampoco los insumos retrasarán el proceso porque se pongan a alegar tonterías. La salsa de soya no me va a armar un pancho ni el aceite de ajonjolí se pondrá a discutir. En pocas palabras, en mi cocina no dependo de que cuatro majaderos decidan estorbarme o quitarme el tiempo con memeces o sinsentidos. Y eso, después de un episodio de necedad, estupidez, patanería y prepotencia, es bastante reconfortante.


Sofrito estilo chino
400 grs. de pollo deshuesado, picado en trozos no muy pequeños
Verduras varias—yo usé pimiento verde, apio, cebolla y calabaza—
Brotes de soya
Ajo al gusto
Salsa: salsa de soya, jengibre, pimienta, vinagre de arroz, aceite de ajonjolí, gotas de Sriracha, un poco de azúcar o miel, media cucharadita de fécula de maíz.

Calentar muy bien un wok o un sartén de fondo grueso. Agregar un par de cucharadas de aceite e inmediatamente, los dientes de ajo ligeramente aplastados. Cuando se doren, agregar la carne; cocinar a fuego alto. Cuando la carne esté bien dorada, retirar del fuego. En el mismo wok o sartén, sofreír las verduras a fuego alto hasta que apenas se ablanden. Añadir la carne. Bañar con la salsa, que se prepara simplemente revolviendo bien todos los ingredientes, dejar al fuego unos segundos y, antes de apagar, agregar los brotes de soya, dejando que apenas se marchiten un poco. Servir con arroz o pasta.