Es difícil describir en lo que se ha convertido la gastronomía últimamente. En la acuciosa carrera por la exquisitez que nos vemos obligados a correr-hay que refinarse, hay que ser gente culta, o por lo menos parecerlo-, diariamente nos topamos con cosas de lo más extrañas. No es raro hoy día encontrar un postre espolvoreado con cilantro, una sopa a la que se añade chocolate...en fin.
Cosas que en mi época eran casi una majadería hoy significan que se es muy exquisito. No sé si en parte se deba a la gran difusión que está recibiendo hoy día la comida, principalmente a nivel profesional. Hasta en la más piojosa universidad ofrecen 'carrera de chef'-lo que sea que tan críptico término signifique-, o 'licenciado en gastronomía', cosa que en los días de mis pininos en la estufa no sucedía. Creo que en aquéllos ayeres, las opciones eran un tanto limitadas: o se estudiaba con Chepina Peralta, o con Lety Gordon, ambas connotadas cocineras muy apreciadas por las amas de casa, quienes, como mi madre, esperaban las emisiones radiales de sus cápsulas o sus programas libreta en mano, dispuestas luego a acometer el codiciado conocimiento gastronómico recién adquirido con todos los bríos posibles para ofrecer algo distinto de comer a sus familias.
La angustiante pregunta '¿y ahora qué voy a hacer de comer?' no sólo no se ha contestado, sino que cada día se complica más. Ya no basta con ofrecer una carne asada con su respectiva enchilada a un lado y frijoles refritos. No. El ama de casa se ve orillada a recorrer interminables estanterías llenas de condimentos y especias traídos de las antípodas. Milagro de la globalización. En mis épocas, claro que se vendían especias y condimentos, sin embargo, no eran para que cualquiera anduviera tonteando con ellos, en primera porque eran bastante caros, en segunda, porque el ama de casa promedio o el cocinero amateur sin pretensiones les tenía miedo. Una cosa era producto de la otra, por supuesto. Ahora, somos todos urgidos a probar tal especia en polvo, las vainas de acá, las hojas secas de allá. A la hora de probar una receta nueva, hay que poner el supermercado o el mercado patas arriba buscando el condimento tal que nos pidieron en la receta que dieron en la tele. La carne ya no se asa. Se 'sella', y dependiendo de la preparación, se termina en el horno. Por una serie de razones que, a los más, nos parecen la mar de crípticas. ¿Qué hay de malo en arrojar un bistec a la sartén y dejarlo que se cocine así nomás? Todo. Se está profanando a la bendita carne, a la cual hay que tratar con más respeto que si de nuestra progenitora se tratara. Tras el proceso de asado, perdón, de sellado, hay que desglasar la sartén. Algo que el común de los mortales hace para deshacerse de la grasa pegada y demás partículas que insistentemente se adhieren a las superficies de los trastos, así sean antiadherentes, ahora es obligatorio a la hora de preparar un plato digno de la 'gente'. Hay que rociar la sartén con algún líquido, vino de preferencia o algún fondo que se ha hervido por ocho horas, para después rascar las adherencias y preparar una salsa. Adiós salsita verde o roja. La nueva exquisitez nos lo prohibe terminantemente. Ni hablar de los frijoles. ¿Qué es éso?, se preguntarán algunos. No, hay que salir corriendo a comprar la leguminosa más exótica que nos orezca el supermercado local, cocerla y freírla, cual si de frijoles se tratara, con el asegún de que no lo son. Y para terminar, hay que cortar el trozo de carne en pedazos diminutos, los cuales apilaremos prolijamente en el plato. Cuando nos demos cuenta de que la ley de la gravedad está a punto de asomar su fea cabeza, hay que detenernos, ya que si tal accidente sucede, mucho irá en detrimento de nuestro plato. Entonces, tenemos que hay que reducir la porción a la mitad, o a la cuarta parte. Lo que significa que si solíamos embaularnos un bife de 200 gramos, ahora comeremos la mitad. ¿La enchilada? Por piedad, es cocina fina. ¿Qué les parece como perfecto acompañamiento algo así como un puré de fresas aderezado con cominos, el cual embarraremos en un tapiz de silicón apto para el horno y nos pasamos toda la mañana observando mientras se seca a temperatura bajísima para lograr una muy vistosa lámina, mientras la presión arterial nos sube al pensar en las horas que lleva prendido el horno sólo para secar las fresas? La abundancia en las porciones no es terreno para la exquisitez, justamente lo contrario. La carencia se compensa de maneras diversas: empenachando la carne con alguna yerba, o sirviendo en platos más pequeños. Lo cual también es impensable dentro de la nueva exquisitez: los platos tienen que ser enormes. Tal vez para provocarle algún complejo a la minúscula porción servida, y para dar la sensación de que, tras largas horas en la cocina, no se ha comido realmente.
Yo me pregunto: ¿dónde quedaron las porciones generosas, armónicamente distribuidas en el plato cubriéndolo por completo? Desterradas, aparentemente. En una cocina en donde se opta por servir un 'Potage Saint-Germain', que no es más que sopa de chícharos, en tubos de ensaye, la abundancia es anatema. ¿Será porque se piensa que lo basto es vulgar? Muy probablemente.
La cocina confusa nos está condenando a comer cada vez menos. 'Menos es más', rezan sonrientes los más emblemáticos cocineros de la televisión por cable, en tanto sirven porciones de miseria que se pierden en extravagantemente grandes e inadecuados platos.
Esta es la primera entrega. No me voy a dedicar a buscar recetas prototípicas de confusión gastronómica-que muchos insisten en llamar fusión-, ni me voy a dedicar a criticar acremente las nuevas tendencias culinarias. Para mí, ésto es simplemente un pretexto para divulgar, a quien quiera leer, mis muy particulares ideas sobre uno de los temas que representa el otro cincuenta por ciento de mis muy personales pasiones y perversiones: la comida y la cocina. Tal vez, ocasionalmente, me decida a publicar alguna recetilla por ahí. Pero no esperen que sea confusa. Manoseada, tal vez, pero dentro de los límites de lo que aprendí, ya hace más de veinte años, que era el decoro gastronómico.
1 comentario:
O sea, la cocina de confusión no sólo confunde elementos de distintas áreas, adscritas naturalmente al postre, la entrada, la sopa o el guisado... y las pone todas juntas, sino también confunde los platos, confunde las porciones, confunde los estilos, y termina por confundir al que consume.
Yo me pregunto si no habrá "algo" más detrás de todo ello. Has hablado de que el ser vasto no es bien visto. ¿Será acaso porque en cualquier lugar no gourmet sirven hasta la saciedad y, por ende, hay que establecer con claridad el par de opuestos? Si se piensa alla gringa maniera, podría ser, dado que en el MacPerro puedes comer hasta que, literalmente, te sale la comida por nariz y orejas, mientras que en un restaurante "fino", de seguro saldrás con hambre pero, según esto, convencido de que has probado un manjar exquisito.
¿Será? Si la sopa viene en un tubo de ensaye, y la porción del plato fuerte (decirle "guisado" ahora parece de nacos, o de visitantes de fonditas compulsivos) es apropiada para el perico, ¿se apreciará el sabor? ¿Se sabrá bien a bien qué se comió? O, tal vez, apelando a la teoría del complot: a sabiendas de que comer cocina confusa es caro, ¿no será un truco para hincharse los bolsillos al amparo de quien queda con hambre, tras obligársele a engullir tres, cuatro o cinco platillos distintos? Suena plausible...
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