La comida rápida es como la contaminación: está en todas partes. No es sorprendente, entonces, encontrar chicos trepados en motocicletas acudiendo diligentemente a surtir algún pedido, poniendo muchas veces en riesgo tanto su propia integridad como la de los que comparten con ellos la calle en ese momento. Diferentes logotipos adornan las motos: desde los clásicos chicos de la pizza hasta los de las tortas 'nice', pasando por los del pollo frito y ahora hasta los de los restaurantes más grandes.
La comida no es rápida por su forma de transportarse. Supónese que lo es porque su preparación y puesta a punto lleva solamente unos minutos, comparado con el tiempo que tarda una comida más en forma. No es lo mismo aventar a una plancha hirviendo una porción de carne molida, que, con la misma porción, preparar un picadillo, por ejemplo. El primer caso sólo se lleva lo que se tarde el preparante en aplanar la porción, darle forma y aventarla a la plancha o al sartén. En el segundo, hay que dorar la carne, cortar las verduras, preparar el jitomate, aderezar y esperar a que esté cocido el conjunto, operación que, a los que nos tomamos nuestro tiempo, puede llevarnos un par de horas.
Otra ventaja de la comida rápida es la conveniencia. Los que optan por comprarla, no sólo contemplan la velocidad a la que les es servida, sino que también cuenta la velocidad a la que se consume. Por no mencionar que, al ser poco acogedores los lugares donde se sirve dicha comida, se suele pedir, comer y salir en menos tiempo del que se tomaría la misma familia en acudir a un restaurante más 'formal', ordenar al menos dos tiempos, ser servidos, consumirlos y salir. Y ya que se mencionan los restaurantes de a de veras, otra de las conveniencias que se contemplan son los precios. Se presume que es más barato salir y comprar, por ejemplo, una cubeta de pollo frito con sus complementos, con lo cual una familia come 'bien'-lo dejaría en come, simplemente, pero prefiero referirme a su propia publicidad-, que acudir a un restaurante más en forma a consumir los alimentos. Por no decir que en ambos casos, quien cocine en esa casa sale ganando, ya que se evita la molestia, tanto de cocinar, como de lavar trastes, amén de que les ahorra la espera a sus hambreados.
Lo anterior pudiera hacer pensar que, en mi muy particular opinión, la susodicha comida es la panacea moderna, tanto a la falta de tiempo como a la falta de habilidad en la cocina. Pues no. Dichos lugares no sólo no me atraen, sino que los evito hasta donde me es posible. Y mucha gente haría bien en hacerlo también, especialmente aquéllos que tienen problemas de sobrepeso.
¿Por qué?, se preguntarán algunos. No estoy en campaña para coartar la libertad gastronómica del respetable, ni le rindo culto a la salud. En mi muy personal opinión, dicha comida crea más problemas de los que aparentemente soluciona. Y en ese punto, no estoy dispuesta a dar mi brazo a torcer.
Veamos, pues. Comer en un restaurante de comida rápida es muy satisfactorio, según pregonan los aficionados a dichos lugares. La comida es muy 'sabrosa', o sea, tiene mucho sabor. ¿De veras? ¿No será que lo que tiene dicha comida son carretadas de aditivos y toneladas de sal? El otro día, en un trabajito informal de estudio de mercado, encargado por uno de mis alumnos, me di a la tarea de probar un helado de un changarro de hamburguesas. La base de helado era asquerosamente dulce. No contentos con éso, todavía le añaden chocolate de leche-dulcísimo, en mi opinión-, y lo bañan en caramelo. Postre más desbalanceado no puede haber. Sin embargo, es la exageración de los sabores lo que al parecer llama más la atención.
Porque basta con mirar el fondo de la canastilla donde sirven las papas fritas para darnos cuenta de la cantidad de sal que les añaden. Basta con probar los postres para percatarnos de que la cantidad de azúcar que contienen es capaz de provocarle un coma diabético a la persona más sana, máxime después de haberse sorbido un refresco que, más que servido en un vaso, parece servido en un recipiente destinado a bañar, con toda comodidad, a la mascota de la familia, así sea un San Bernardo. Las grasas que contienen dichas comidas son suficientes para mandarnos el colesterol al cielo, por no hablar de que, al terminar de ingerir dicha comida, terminamos con la presión arterial unos cuantos milímetros de mercurio más arriba de lo habitual.
Pero nos estamos malacostumbrando al exceso. Mucha grasa, mucha sal y mucha azúcar. Pensamos que más allá de eso, no hay manera de dar sabor a los alimentos. Hasta al cocinero menos dotado se le ocurre que friendo lo que sea, va a adquirir mejor sabor. Y si se le llena de sal, no hay paladar que se dé cuenta que la carne está medio cruda, por ejemplo, o que las verduras llevan buen camino hacia la putrefacción. Y claro, si no nos da tiempo de comprar el bidón de refresco, un buen sustituto es una jarra de agua a la que se le añade el jugo de dos limones, y más o menos medio kilo de azúcar.
Con ánimo de hacer un poco de estudio sociológico, el domingo pasado me metí a un lugar de ésos, uno que vende pollo frito. Mi pasmo subió de punto al ver que, al menos, el 75% de la población de dicho restaurante eran gordos. No sólo gente con lonja, sino verdaderamente pasados de peso, cuando no obesos. Y lo peor, fue que había una alta población de niños entre los concurrentes. Pero, pensándolo bien, ¿qué tiene de raro que los que comen ahí sean gordos? ¿Qué tiene de raro que los niños sean gordos? Dicen los nutriólogos que lo que se hereda no es tanto la propensión a la gordura como los malos hábitos alimenticios. Y si los padres llevan a los niños a dichos lugares, no se puede esperar mucho. Un niño de 7 años no tiene mucho poder adquisitivo que digamos, y menos, poder de decisión sobre lo que se lleva a la boca. Son los adultos los que encuentran la 'facilidad' y la 'conveniencia' de llevar a sus retoños a dichos sitios. Y por supuesto, con el anzuelo de juguetitos en cajitas infelices y demás porquerías que se expenden junto con la basura comestible, los niños resultan un público fácilmente convencible y enganchable. Lo dicen en la película Supersize Me: el niño asociará el lugar a buenos recuerdos, por tanto seguirá concurriendo al mismo cuando sea adulto.
Como si los inconvenientes de salud no fueran suficientes, también están los inconvenientes económicos. Porque comer en dichos sitios, contrariamente a lo que se nos hace creer, no resulta barato. Con lo que se compra una cubeta de pollo frito con puré de papas, ensalada de dudosa procedencia e ingredientes no sencillamente identificados, y una tanda de bizcochitos que más parecen cartón mascado metido al horno, fácilmente se pueden comprar insumos que pueden durar para comer, lo menos, tres días.
¿Conveniencia, o inconveniencia? Si pensáramos un poco más en qué es lo que nos llevamos a la boca, tal vez dichos restaurantes hubieran ido a la quiebra hace años. Sin embargo, aprovechando la tan socorrida 'falta de tiempo', y que hoy día no nos damos tantito para aprender a preparar una pieza de carne o un pollo decentemente, y a que, en el otro extremo del artículo anterior para mucha gente la comida es una obligación que hay que suplir de cualquier modo, los sitios ésos siguen prosperando. Y seguirán. Y los gordos seguirán causando más gastos al Estado que todos los fumadores de la República juntos. Pero mientras a unos se nos reprime, a otros se les solapa, siendo que terminan por ser más gravosos al Estado y a sus familias que a los que gustamos de ver transcurrir la vida entre plácidas nubes de humo de tabaco.
1 comentario:
La comparación que haces entre la contaminación y la comida chatarra me parece muy reveladora, pues es claro que la ubicuidad de ambas no es el único punto de contacto.
Así, me parece por demás curioso -y si he de ser sincero, reconociendo mi tendencia a pensar mal con la esperanza de acertar lo más seguido que se pueda, hasta sospechoso- que todas las autoridades sanitarias de las que tengo noticia hayan declarado un virtual estado de excepción en materia de lo que me nace llamar "contaminación alimenticia", si se compara con las iniciativas que han diseñado para "combatir" las restantes formas de polución.
Vaya, ha habido hasta campañas en contra del ruido en las ciudades; por ejemplo, hace tiempo leí que cierto alcalde de Nueva York puso en pie de lucha a los cuerpos policiacos a su cargo, hasta lograr reducir significativamente los niveles sonoros del "ruido de fondo" de esa urbe.
¿Por qué, entonces -me pregunto-, no se le ha ocurrido a ninguno de nuestros gobernantes (ni siquiera al hiper-progresista señor Ebrard, azote de los fumadores) declarar "un día sin comida rápida" en el cual, por ley, tenga que cesar la industriosa pasadera de alimentos por aceite quemado en todos los mac-changarros de la ciudad?
¿O qué tal crear zonas reservadas en los menús para la comidad nutricionalmente incorrecta?
¿U ominosas advertencias, muy visibles, en los envases de refresco que adviertan a los consumidores que "el consumo de este producto puede causar pérdida de dientes, miembros diabéticos, y excitación sexual"?
Pues no sé... quizás, socialmente hablando, nuestra sociedad posmoderna se ha declarado capaz de prescindir de todo -el coche en viernes, el cigarrito con el café, vaya, hasta el chupe un quince de septiembre- pero de la pizza y el vaso de coca-cola, ¡ni hablar del peluquín!, así sea por un día.
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