Por una vez, desde la concepción de este espacio, dejaré de repelar sobre los hábitos alimenticios del prójimo y me concentraré en los propios. Sé que pueden carecer absolutamente de interés para el respetable, pero supongo que habrá quien se pregunte que si tanto rezongo de lo que tragan los demás, qué demonios trago yo. Pues ahí va.
Mi alacena ha sufrido cambios espectaculares en el transcurso de dos semanas, por no hablar de los contenidos de mi refrigerador. Donde antes se encontraban los productos más convencionales como leche, carne, carnes frías, frijoles, arroz-ambos de lo más común- y demás, hoy se encuentran radicando cómodamente bolsas y paquetes de productos que a más de uno le parecerán exóticos: algas, gluten de trigo, harina para preparar polenta, arroz integral, leche orgánica, etcétera.
No faltará quien piense que mi alacena y refrigerador se han vuelto un tanto snobs. Claro, con la reciente moda orgánica que dicta que hay que comprar productos, no sólo ecológica, sino hasta políticamente correctos, no han faltado fanáticos que pontifican sobre las virtudes de dichos alimentos, ni tarolas e ignorantes que se han lanzado briosamente a adquirirlos, simplemente porque son más caros que los normales, sin saber exactamente qué se están llevando a sus casas, mucho menos el porqué. Sin embargo, cuando se ha dejado de comer carnes rojas y sus derivados, hay que tener mucho cuidado con lo que uno pone en su mesa.
¿Qué, qué? El ser humano no está diseñado para prescindir de la preciosa carne, dirán algunos. Comer comida hippie está de moda, dirán otros. Es puro esnobismo, dirán los más. Pero cuando los pantalones han comenzado a apretar y a dejar marcas cuando antes quedaban hasta guangos, hay que poner solución. A grandes males, grandes remedios.
Mucho me extraña escuchar a la gente quejarse infinitamente de los kilos que no pueden bajar, de la panza rebelde que se rehusa a guardarse bajo la discreción de las prendas de vestir e insiste en exhibirse en cuanto tiene oportunidad, de la lonja que no disimula ni la faja de más alta tecnología. Porque en mi muy particular experiencia, y lo observado en semana y media de haberle dicho adiós a la carne, no es resultado de despreciar el que los pantalones ya no me ahorquen. Y no, ni soy víctima de mi entusiasmo, ni estoy alucinando.
Los dramáticos resultados observados se deben, creo yo, a haber suprimido la ingesta de carnes frías que ya se nos estaba volviendo costumbre. Típico, se compraba el jamón para la semana, pero no faltaba que, a mitad de la misma, ya no quedaban ni rastros, con la consecuencia de que había que salir corriendo a la tiendita a resurtirnos. Pero por muy conveniente que resulte, y muy cómodo y muy fácil, la cantidad de sal con que se curan dichas carnes puede hinchar hasta al más pintado, por no hablar de la grasa que contienen. Sí, sí, sé que hoy en día se están poniendo de moda las carnes frías 'sin sal y sin grasa'. Pero yo pregunto, ¿con qué las curan entonces? Puede que no con cloruro de sodio, con lo que técnicamente no nos están mintiendo, sin embargo, de alguna manera hay que hacer que la carne se conserve. De modo que, abur a las carnes frías, y de paso, a unos cuantos centímetros de cintura.
La decisión de dejar de comer carne se tomó de una manera casi casual. No fue algo que dijéramos 'ok, vamos a dejar la carne'. Simplemente, se nos ocurrió que no sería una mala idea 'desintoxicarnos' una semana, en el transcurso de la cual, fuimos planteándonos con mucha mayor seriedad, y a mayor plazo, qué alternativas teníamos para evitar el consumo de carnes rojas en el futuro. Comenzamos a informarnos sobre fuentes de proteína vegetal, y poco a poco fue surgiendo la idea de convertirlo casi en un estilo de vida.
Muy a pesar de lo que mucha gente hace, ya sabemos, eso de lanzarse a comprar cualquier cantidad de cosas 'raras' porque nos dijeron que son 'buenas', pero que acaban arrumbadas y caducas en el rincón más oscuro de la alacena porque no se sabe cómo hay que prepararlas, afortunadamente, como ya mencioné, nuestro entusiasmo no es el del Borras, ya que muchas preparaciones no me son desconocidas, y a través de largas jornadas de navegación culinaria he encontrado muchas otras que me han parecido francamente apetecibles, y por tanto, me muero de ganas de probarlas. Sé perfectamente que como en todo, hay riesgo. Riesgo de que tal o cual cosa de plano no nos guste, o que el plato termine siendo una soberana porquería. Lo bueno es que, a diferencia de muchos que botan la toalla y regresan a su fuente de colesterol habitual porque el experimento no resultó tan apetecible como esperaban, estamos perfectamente conscientes de ello, y si algo no gusta, se puede perfectamente reemplazar por otra cosa. En la variedad está el gusto, que dicen por ahí.
No hay fanatismos involucrados. No hay esta tendencia, cada vez más acusada, de convertir lo que nos llevamos a la boca en un asunto de corrección política y ética. Hay cosas a las que sabemos que no vamos a renunciar, como la leche-autoproclamados becerros que somos-o los huevos. Y sabemos que hay que tener mucho más cuidado del habitual para seleccionar los menús y las comidas. Pero, aunque parece que me estoy quejando, encuentro algo de muy valioso en el experimento: me voy dando cuenta de la infinita variedad de comestibles que tenemos a nuestra disposición, y me doy cuenta también de la infinita variedad de preparaciones de las que la mayoría nos perdemos pensando que sólo hay para comer carne o pollo o cerdo. El tedio culinario también se ha de combatir.
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