Cuando era niña, las limas no me gustaban. Con infantil lógica, pensaba que eran unas frutitas que carecían de sentido. Porque parecían limones, sin embargo no sabían a limón. Y la cáscara amarilla...¿cómo un cítrico de cáscara amarilla? Para mí eran unos cítricos que no eran tales, acostumbrada como estaba al ácido del limón, o al penetrante sabor de la naranja, o al dulce jugo de las mandarinas, que ponía perdidas las ropas y las manos por igual. Pero la lima era otra cosa. No tenía la acidez de los limones, ni la dulzura de las mandarinas, ni el sabor de las naranjas. Me parecían unas frutas carentes de todo: no las podías comer así nomás, ya que pelarlas era tan difícil como pelar un limón a mano, y si las tratabas de exprimir salían tres gotas de jugo y dos kilos de pelos, amén de una tonelada de semillas después de ardua labor con el exprimidor, dado el grosor de la cáscara. No entendía como los demás niños de mi familia se abalanzaban sobre las limas que caían de las piñatas. Por mí que se despellejaran, pero que me dejaran al menos una jícama o un par de mandarinas, a poder ser sin siniestrar.
Unos años después, y ya inmersa en el periplo gastronómico, encontré una receta de la joya de la corona gastronómica de Yucatán: la sopa de lima. Me pareció una cosa sencillamente repugnante, amén de que no se justificaba el apelativo de sopa 'de' lima, ya que, según recuerdo, la dicha receta incluía un caldo elaborado con menudencias-que no tolero en absoluto-, y no sé qué tantas cosas más, pero a la que al final se le agregaban, al momento de servir, rodajas de lima. No me pareció atractiva en absoluto la dicha receta, de modo que continué básicamente peleada con las limas hasta hace una semana.
Me enfrentaba al problema que tenemos el común de los mortales cuando de decidir qué se hace con todo lo que sobró de la Navidad se trata. Porque muchos hacemos la clásica patochada de preparar una ingente cena de año nuevo cuando todavía tenemos atiborrado el refrigerador con las sobras de Navidad. Esta vez, sin embargo, decidí enfrentar el problema con un poco de sentido común y tratar de aprovechar lo que ya tenía, sin por eso excluir la preparación de una ingente cena de año nuevo.
Unos días antes, reposaba en el refrigerador, tranquilamente, una pierna ahumada de pavo, a la cual, tras varios cortes, le sobraba algo de carne. Como todos sabemos, el pavo ahumado desarrolla unos tendones de lo más duros, de modo tal que la carne que queda más pegada al hueso, y que según los que saben 'es la más sabrosa de roer', se vuelve casi inaccesible. La solución se le ocurrió a Daniel: fanático de las sopas, caldos y demás preparaciones aguadas que yo me puedo saltar por completo, optó por cortar el hueso por la parte de la coyuntura, y a lo que le quedaba carne, lo puso en agua caliente con un poco de arroz. El resultado no fue desagradable en absoluto. Quedó un caldito bastante magro, con el sabor del ahumado, y para redondear, el arroz le dio un gusto a sopita muy agradable. De modo que no me pareció mala la idea de emplear el esqueleto remanente del pavo crudo para hacer un 'fondo', que dicen los entendidos en cocina.
Habíamos planeado una 'mesa mexicana' para el fin de año. No de esas que proliferan en espacios extranjeros, plagadas de cosas raras-posmodernas versiones del 'Mel poblano'-, sino una de a de veras: la pierna, la solicitamos cortada en trozos grandes, para poderlos aderezar y hornear como 'carnitas', taquitos dorados rellenos del pavo sobrante...¿y la sopa? Como primera opción, me planteé una clásica sopa de hongos. Pero, tras los resultados obtenidos con el 'caldo' de la pierna ahumada, me vino como súbita inspiración hacer 'sopa de lima'. Me he dado cuenta que las sopas que más me gustan son con base de caldo, no muy pesadas y con relativamente pocos ingredientes. Así que me di a la tarea de buscar una receta de sopa de lima. En absolutamente todas la base de dicha sopa era caldo de pollo, pero caray, no iba yo a desperdiciar el pavo que ya teníamos, o sea que, después de decidir que la sopa no se ofendería por el cambio, pergeñé mi muy personal interpretación de la receta. Faltaba decidir sobre el postre. Y, como en una cen anterior había tenido mucho éxito empezar y terminar con los mismos ingredientes, pensé que sería una buena idea terminar con una mousse de lima.
El tiempo, el eterno enemigo de las cenas pantagruélicas que se preparan el mismo día que van a ser servidas, me metió el pie en cuanto a mis nobles propósitos de hacer un fondo. Porque, tras una hora de hervido, el pavo apenas se había calentado, y había que enfriarlo muy bien para poderle colar la grasa, de modo que opté por recurrir a la chapuza. Después de extraer la carne del caldo y dejar solamente un ala, para dar sabor, opté por recurrir al máximo pecado gastronómico: el cubito. Luego de agregar el cubito, agregué unas verduras tostadas en el sartén, para dar más sabor, unas hojas de cilantro...y como que algo estaba faltando. Porque caray, si va a ser sopa de lima, pues señor, tiene que saber a lima. De modo que le agregué la cáscara de una lima cortada en tiritas. Déjenme que les diga que mientras pelaba, cortaba y exprimía las limas para el postre, el aroma que se esparció por la cocina me pareció de lo más interesante. Era exactamente el mismo aroma que me disgustaba de chica, pero ahora, conforme cortaba la cáscara en tiritas, me pareció, no un olor, más bien un perfume: sutil, suave, ligeramente dulce. Eso mismo me convenció que para agregarle enjundia al caldo, debía de hervir con unas cáscaras de lima desde el principio. Mientras, seguía exprimiendo limas para el postre.
Cuando tuve el jugo en un cacito, no me faltaron ganas de echarle un trago. Pensaba, también, en todo lo que no me gustaba de las limas cuando era niña, que era justamente lo que ahora me estaba encantando: el olor sutil, el sabor suave. Con cuidado, agregué el azúcar. No quería que el dulce me fuera a comer el sabor que justamente quería desvelar. Y, dudándolo mucho, le agregué unos arándanos secos. Dudándolo, porque el arándano tiene un sabor muy fuerte, muy ácido, y no era cosa de arruinar el postre. Le agregué un buen golpe de ron, y dejé hervir unos minutos, hasta que se ablandaron los arándanos y yo seguía en el ozono, dándome las tres con el olor que salía de ambos cazos: el del postre y el del caldo.
Cuando se hubo enfriado el caldo, lo colé, dándome a todos los diablos por el exceso de grasa que es capaz de soltar el pavo, según 'una de las carnes más magras'...jojó, magra, narices. Y seguí reinterpretando la receta. En algunas se dictaba que había que agregarle jugo de lima al caldo, en otras que había que poner rodajas de lima, y finalmente mi hermano me dijo que había quienes se las aventaban enteras. No pudiendo decidirme entre método 1 y método 2, y método 3 habiéndome parecido francamente absurdo, escogí la solución de compromiso: exprimí la mitad de las limas y la otra mitad la rebané, agregándola al caldo en el que ya flotaban cebollas muy bien picadas, orégano y un morrón rojo-qué se me hace que le sacaron, porque lo más seguro es que lleve habanero en la receta original-, y las limas que había pelado las piqué en pedazos, para asegurarme que soltaran el jugo.
La conclusión del experimento gastronómico anterior puedo afirmar que fue bastante buena. La sopa tenía un color dorado bastante atractivo, producto de haber infundido-infundido, señores, no las memeces que se dicen por televisión-el morrón sofrito en el caldo, y del color de la cáscara de la lima, que no se entromete mucho pero aporta mucho aroma. Quedan bastante pachuchas tras hervir un poco, pero con retirarlas del plato basta. Y la mousse...qué les digo de la mousse, resultó una espuma blanca, con el sabor de los arándanos en el frente, pero el toque del jugo y la cáscara de lima en que se hirvieron los arándanos dejaba un remanente en la boca bastante apetitoso, suave y sutil como la misma lima.
Podría decir que me he reconciliado con las limas. Me ha gustado su sabor, su aroma, y lo que pueden aportarle a un plato. Me doy cuenta también, de todos los ingredientes que en ocasiones rechazamos porque simplemente de niños no nos gustaban, o tuvimos alguna mala experiencia con una preparación mal hecha que nos dejó un muy mal recuerdo, muchas veces imposible de superar, o simplemente las recetas están mal transcritas-no quiero hablar de las porquerías con que cierta cocinera solía regalar a las lectoras del Tele Guía allá en los ochentas- o no son muy fieles. Me he hecho el hábito de buscar más de una, con casi el mismo rigor con que busco algún dato dudoso cuando de mis trabajos académicos se trata. Y he llegado a buenos resultados, reconciliándome con algunos ingredientes, probando otros nuevos y tratando de reinterpretar recetas clásicas y probadísimas. Y definitivamente, voy a tratar de incorporar las limas más seguido a mi menú, en tanto la temporada me lo permita. A propósito, ¿alguien quiere un tazoncito de sopa de lima?
1 comentario:
Pues suena bien. Sólo para complementar todo lo que rodea a la confección de la receta, pondré unos cuantos apuntes obtenidos directamente de emeritenses experiencias:
1. Aunque todas las recetas digan que la sopa de lima se hace con caldo de pollo (supongo que por comodidad), la verdad es que, en Mérida (y, por lo que sé, en el resto de la península), la sopa de lima se hace con caldo de guajolote. Así que, por A o por B, la hiciste como debías.
2. Las rebanadas de morrón son un invento de algún mariguano achilangado porque, hasta donde me es dado recordar, no se incluyen en la receta. Ni de morrón ni de habanero. De hecho, raro es el platillo yucateco que incorpora chiles en sí mismo: el platillo se sirve y, como acompañante, te proporcionan un caldito misterioso que, si no sabes, tomas por salsita de tomate (ajá, de ésas verdecitas que adornan la mesa de cualquier fondita defeña). Empero, el ojo entrenado sabe que lo mismo es salsa de habanero puro, es decir, sin tomatito ni nada por el estilo. Eso es, justamente, lo que le añades a la sopa si la quieres picante... no algo que ya venga cocinado.
3. Por último, sobre las mismas limas, recuerdo haber visto fotos de sopas de lima en distintos restaurantes de Mérida (en cuatro, si la memoria no falla) y todos llevaban las limas, o enteras, o en mitades. Ah, pero hay algo que no dicen las recetas: allá, el plato de sopa se sirve sin retirar las limas. Obvio, esto dificulta mucho tomar el caldo y degustar la carnita, pero ¿qué le vamos a hacer?
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