sábado, 25 de octubre de 2008

La dieta alternativa

Por una vez, desde la concepción de este espacio, dejaré de repelar sobre los hábitos alimenticios del prójimo y me concentraré en los propios. Sé que pueden carecer absolutamente de interés para el respetable, pero supongo que habrá quien se pregunte que si tanto rezongo de lo que tragan los demás, qué demonios trago yo. Pues ahí va.
Mi alacena ha sufrido cambios espectaculares en el transcurso de dos semanas, por no hablar de los contenidos de mi refrigerador. Donde antes se encontraban los productos más convencionales como leche, carne, carnes frías, frijoles, arroz-ambos de lo más común- y demás, hoy se encuentran radicando cómodamente bolsas y paquetes de productos que a más de uno le parecerán exóticos: algas, gluten de trigo, harina para preparar polenta, arroz integral, leche orgánica, etcétera.
No faltará quien piense que mi alacena y refrigerador se han vuelto un tanto snobs. Claro, con la reciente moda orgánica que dicta que hay que comprar productos, no sólo ecológica, sino hasta políticamente correctos, no han faltado fanáticos que pontifican sobre las virtudes de dichos alimentos, ni tarolas e ignorantes que se han lanzado briosamente a adquirirlos, simplemente porque son más caros que los normales, sin saber exactamente qué se están llevando a sus casas, mucho menos el porqué. Sin embargo, cuando se ha dejado de comer carnes rojas y sus derivados, hay que tener mucho cuidado con lo que uno pone en su mesa.
¿Qué, qué? El ser humano no está diseñado para prescindir de la preciosa carne, dirán algunos. Comer comida hippie está de moda, dirán otros. Es puro esnobismo, dirán los más. Pero cuando los pantalones han comenzado a apretar y a dejar marcas cuando antes quedaban hasta guangos, hay que poner solución. A grandes males, grandes remedios.
Mucho me extraña escuchar a la gente quejarse infinitamente de los kilos que no pueden bajar, de la panza rebelde que se rehusa a guardarse bajo la discreción de las prendas de vestir e insiste en exhibirse en cuanto tiene oportunidad, de la lonja que no disimula ni la faja de más alta tecnología. Porque en mi muy particular experiencia, y lo observado en semana y media de haberle dicho adiós a la carne, no es resultado de despreciar el que los pantalones ya no me ahorquen. Y no, ni soy víctima de mi entusiasmo, ni estoy alucinando.
Los dramáticos resultados observados se deben, creo yo, a haber suprimido la ingesta de carnes frías que ya se nos estaba volviendo costumbre. Típico, se compraba el jamón para la semana, pero no faltaba que, a mitad de la misma, ya no quedaban ni rastros, con la consecuencia de que había que salir corriendo a la tiendita a resurtirnos. Pero por muy conveniente que resulte, y muy cómodo y muy fácil, la cantidad de sal con que se curan dichas carnes puede hinchar hasta al más pintado, por no hablar de la grasa que contienen. Sí, sí, sé que hoy en día se están poniendo de moda las carnes frías 'sin sal y sin grasa'. Pero yo pregunto, ¿con qué las curan entonces? Puede que no con cloruro de sodio, con lo que técnicamente no nos están mintiendo, sin embargo, de alguna manera hay que hacer que la carne se conserve. De modo que, abur a las carnes frías, y de paso, a unos cuantos centímetros de cintura.
La decisión de dejar de comer carne se tomó de una manera casi casual. No fue algo que dijéramos 'ok, vamos a dejar la carne'. Simplemente, se nos ocurrió que no sería una mala idea 'desintoxicarnos' una semana, en el transcurso de la cual, fuimos planteándonos con mucha mayor seriedad, y a mayor plazo, qué alternativas teníamos para evitar el consumo de carnes rojas en el futuro. Comenzamos a informarnos sobre fuentes de proteína vegetal, y poco a poco fue surgiendo la idea de convertirlo casi en un estilo de vida.
Muy a pesar de lo que mucha gente hace, ya sabemos, eso de lanzarse a comprar cualquier cantidad de cosas 'raras' porque nos dijeron que son 'buenas', pero que acaban arrumbadas y caducas en el rincón más oscuro de la alacena porque no se sabe cómo hay que prepararlas, afortunadamente, como ya mencioné, nuestro entusiasmo no es el del Borras, ya que muchas preparaciones no me son desconocidas, y a través de largas jornadas de navegación culinaria he encontrado muchas otras que me han parecido francamente apetecibles, y por tanto, me muero de ganas de probarlas. Sé perfectamente que como en todo, hay riesgo. Riesgo de que tal o cual cosa de plano no nos guste, o que el plato termine siendo una soberana porquería. Lo bueno es que, a diferencia de muchos que botan la toalla y regresan a su fuente de colesterol habitual porque el experimento no resultó tan apetecible como esperaban, estamos perfectamente conscientes de ello, y si algo no gusta, se puede perfectamente reemplazar por otra cosa. En la variedad está el gusto, que dicen por ahí.
No hay fanatismos involucrados. No hay esta tendencia, cada vez más acusada, de convertir lo que nos llevamos a la boca en un asunto de corrección política y ética. Hay cosas a las que sabemos que no vamos a renunciar, como la leche-autoproclamados becerros que somos-o los huevos. Y sabemos que hay que tener mucho más cuidado del habitual para seleccionar los menús y las comidas. Pero, aunque parece que me estoy quejando, encuentro algo de muy valioso en el experimento: me voy dando cuenta de la infinita variedad de comestibles que tenemos a nuestra disposición, y me doy cuenta también de la infinita variedad de preparaciones de las que la mayoría nos perdemos pensando que sólo hay para comer carne o pollo o cerdo. El tedio culinario también se ha de combatir.

domingo, 12 de octubre de 2008

Los gordos y la comida rápida

La comida rápida es como la contaminación: está en todas partes. No es sorprendente, entonces, encontrar chicos trepados en motocicletas acudiendo diligentemente a surtir algún pedido, poniendo muchas veces en riesgo tanto su propia integridad como la de los que comparten con ellos la calle en ese momento. Diferentes logotipos adornan las motos: desde los clásicos chicos de la pizza hasta los de las tortas 'nice', pasando por los del pollo frito y ahora hasta los de los restaurantes más grandes.
La comida no es rápida por su forma de transportarse. Supónese que lo es porque su preparación y puesta a punto lleva solamente unos minutos, comparado con el tiempo que tarda una comida más en forma. No es lo mismo aventar a una plancha hirviendo una porción de carne molida, que, con la misma porción, preparar un picadillo, por ejemplo. El primer caso sólo se lleva lo que se tarde el preparante en aplanar la porción, darle forma y aventarla a la plancha o al sartén. En el segundo, hay que dorar la carne, cortar las verduras, preparar el jitomate, aderezar y esperar a que esté cocido el conjunto, operación que, a los que nos tomamos nuestro tiempo, puede llevarnos un par de horas.
Otra ventaja de la comida rápida es la conveniencia. Los que optan por comprarla, no sólo contemplan la velocidad a la que les es servida, sino que también cuenta la velocidad a la que se consume. Por no mencionar que, al ser poco acogedores los lugares donde se sirve dicha comida, se suele pedir, comer y salir en menos tiempo del que se tomaría la misma familia en acudir a un restaurante más 'formal', ordenar al menos dos tiempos, ser servidos, consumirlos y salir. Y ya que se mencionan los restaurantes de a de veras, otra de las conveniencias que se contemplan son los precios. Se presume que es más barato salir y comprar, por ejemplo, una cubeta de pollo frito con sus complementos, con lo cual una familia come 'bien'-lo dejaría en come, simplemente, pero prefiero referirme a su propia publicidad-, que acudir a un restaurante más en forma a consumir los alimentos. Por no decir que en ambos casos, quien cocine en esa casa sale ganando, ya que se evita la molestia, tanto de cocinar, como de lavar trastes, amén de que les ahorra la espera a sus hambreados.
Lo anterior pudiera hacer pensar que, en mi muy particular opinión, la susodicha comida es la panacea moderna, tanto a la falta de tiempo como a la falta de habilidad en la cocina. Pues no. Dichos lugares no sólo no me atraen, sino que los evito hasta donde me es posible. Y mucha gente haría bien en hacerlo también, especialmente aquéllos que tienen problemas de sobrepeso.
¿Por qué?, se preguntarán algunos. No estoy en campaña para coartar la libertad gastronómica del respetable, ni le rindo culto a la salud. En mi muy personal opinión, dicha comida crea más problemas de los que aparentemente soluciona. Y en ese punto, no estoy dispuesta a dar mi brazo a torcer.
Veamos, pues. Comer en un restaurante de comida rápida es muy satisfactorio, según pregonan los aficionados a dichos lugares. La comida es muy 'sabrosa', o sea, tiene mucho sabor. ¿De veras? ¿No será que lo que tiene dicha comida son carretadas de aditivos y toneladas de sal? El otro día, en un trabajito informal de estudio de mercado, encargado por uno de mis alumnos, me di a la tarea de probar un helado de un changarro de hamburguesas. La base de helado era asquerosamente dulce. No contentos con éso, todavía le añaden chocolate de leche-dulcísimo, en mi opinión-, y lo bañan en caramelo. Postre más desbalanceado no puede haber. Sin embargo, es la exageración de los sabores lo que al parecer llama más la atención.
Porque basta con mirar el fondo de la canastilla donde sirven las papas fritas para darnos cuenta de la cantidad de sal que les añaden. Basta con probar los postres para percatarnos de que la cantidad de azúcar que contienen es capaz de provocarle un coma diabético a la persona más sana, máxime después de haberse sorbido un refresco que, más que servido en un vaso, parece servido en un recipiente destinado a bañar, con toda comodidad, a la mascota de la familia, así sea un San Bernardo. Las grasas que contienen dichas comidas son suficientes para mandarnos el colesterol al cielo, por no hablar de que, al terminar de ingerir dicha comida, terminamos con la presión arterial unos cuantos milímetros de mercurio más arriba de lo habitual.
Pero nos estamos malacostumbrando al exceso. Mucha grasa, mucha sal y mucha azúcar. Pensamos que más allá de eso, no hay manera de dar sabor a los alimentos. Hasta al cocinero menos dotado se le ocurre que friendo lo que sea, va a adquirir mejor sabor. Y si se le llena de sal, no hay paladar que se dé cuenta que la carne está medio cruda, por ejemplo, o que las verduras llevan buen camino hacia la putrefacción. Y claro, si no nos da tiempo de comprar el bidón de refresco, un buen sustituto es una jarra de agua a la que se le añade el jugo de dos limones, y más o menos medio kilo de azúcar.
Con ánimo de hacer un poco de estudio sociológico, el domingo pasado me metí a un lugar de ésos, uno que vende pollo frito. Mi pasmo subió de punto al ver que, al menos, el 75% de la población de dicho restaurante eran gordos. No sólo gente con lonja, sino verdaderamente pasados de peso, cuando no obesos. Y lo peor, fue que había una alta población de niños entre los concurrentes. Pero, pensándolo bien, ¿qué tiene de raro que los que comen ahí sean gordos? ¿Qué tiene de raro que los niños sean gordos? Dicen los nutriólogos que lo que se hereda no es tanto la propensión a la gordura como los malos hábitos alimenticios. Y si los padres llevan a los niños a dichos lugares, no se puede esperar mucho. Un niño de 7 años no tiene mucho poder adquisitivo que digamos, y menos, poder de decisión sobre lo que se lleva a la boca. Son los adultos los que encuentran la 'facilidad' y la 'conveniencia' de llevar a sus retoños a dichos sitios. Y por supuesto, con el anzuelo de juguetitos en cajitas infelices y demás porquerías que se expenden junto con la basura comestible, los niños resultan un público fácilmente convencible y enganchable. Lo dicen en la película Supersize Me: el niño asociará el lugar a buenos recuerdos, por tanto seguirá concurriendo al mismo cuando sea adulto.
Como si los inconvenientes de salud no fueran suficientes, también están los inconvenientes económicos. Porque comer en dichos sitios, contrariamente a lo que se nos hace creer, no resulta barato. Con lo que se compra una cubeta de pollo frito con puré de papas, ensalada de dudosa procedencia e ingredientes no sencillamente identificados, y una tanda de bizcochitos que más parecen cartón mascado metido al horno, fácilmente se pueden comprar insumos que pueden durar para comer, lo menos, tres días.
¿Conveniencia, o inconveniencia? Si pensáramos un poco más en qué es lo que nos llevamos a la boca, tal vez dichos restaurantes hubieran ido a la quiebra hace años. Sin embargo, aprovechando la tan socorrida 'falta de tiempo', y que hoy día no nos damos tantito para aprender a preparar una pieza de carne o un pollo decentemente, y a que, en el otro extremo del artículo anterior para mucha gente la comida es una obligación que hay que suplir de cualquier modo, los sitios ésos siguen prosperando. Y seguirán. Y los gordos seguirán causando más gastos al Estado que todos los fumadores de la República juntos. Pero mientras a unos se nos reprime, a otros se les solapa, siendo que terminan por ser más gravosos al Estado y a sus familias que a los que gustamos de ver transcurrir la vida entre plácidas nubes de humo de tabaco.

sábado, 11 de octubre de 2008

La cocina confusa

Es difícil describir en lo que se ha convertido la gastronomía últimamente. En la acuciosa carrera por la exquisitez que nos vemos obligados a correr-hay que refinarse, hay que ser gente culta, o por lo menos parecerlo-, diariamente nos topamos con cosas de lo más extrañas. No es raro hoy día encontrar un postre espolvoreado con cilantro, una sopa a la que se añade chocolate...en fin.
Cosas que en mi época eran casi una majadería hoy significan que se es muy exquisito. No sé si en parte se deba a la gran difusión que está recibiendo hoy día la comida, principalmente a nivel profesional. Hasta en la más piojosa universidad ofrecen 'carrera de chef'-lo que sea que tan críptico término signifique-, o 'licenciado en gastronomía', cosa que en los días de mis pininos en la estufa no sucedía. Creo que en aquéllos ayeres, las opciones eran un tanto limitadas: o se estudiaba con Chepina Peralta, o con Lety Gordon, ambas connotadas cocineras muy apreciadas por las amas de casa, quienes, como mi madre, esperaban las emisiones radiales de sus cápsulas o sus programas libreta en mano, dispuestas luego a acometer el codiciado conocimiento gastronómico recién adquirido con todos los bríos posibles para ofrecer algo distinto de comer a sus familias.
La angustiante pregunta '¿y ahora qué voy a hacer de comer?' no sólo no se ha contestado, sino que cada día se complica más. Ya no basta con ofrecer una carne asada con su respectiva enchilada a un lado y frijoles refritos. No. El ama de casa se ve orillada a recorrer interminables estanterías llenas de condimentos y especias traídos de las antípodas. Milagro de la globalización. En mis épocas, claro que se vendían especias y condimentos, sin embargo, no eran para que cualquiera anduviera tonteando con ellos, en primera porque eran bastante caros, en segunda, porque el ama de casa promedio o el cocinero amateur sin pretensiones les tenía miedo. Una cosa era producto de la otra, por supuesto. Ahora, somos todos urgidos a probar tal especia en polvo, las vainas de acá, las hojas secas de allá. A la hora de probar una receta nueva, hay que poner el supermercado o el mercado patas arriba buscando el condimento tal que nos pidieron en la receta que dieron en la tele. La carne ya no se asa. Se 'sella', y dependiendo de la preparación, se termina en el horno. Por una serie de razones que, a los más, nos parecen la mar de crípticas. ¿Qué hay de malo en arrojar un bistec a la sartén y dejarlo que se cocine así nomás? Todo. Se está profanando a la bendita carne, a la cual hay que tratar con más respeto que si de nuestra progenitora se tratara. Tras el proceso de asado, perdón, de sellado, hay que desglasar la sartén. Algo que el común de los mortales hace para deshacerse de la grasa pegada y demás partículas que insistentemente se adhieren a las superficies de los trastos, así sean antiadherentes, ahora es obligatorio a la hora de preparar un plato digno de la 'gente'. Hay que rociar la sartén con algún líquido, vino de preferencia o algún fondo que se ha hervido por ocho horas, para después rascar las adherencias y preparar una salsa. Adiós salsita verde o roja. La nueva exquisitez nos lo prohibe terminantemente. Ni hablar de los frijoles. ¿Qué es éso?, se preguntarán algunos. No, hay que salir corriendo a comprar la leguminosa más exótica que nos orezca el supermercado local, cocerla y freírla, cual si de frijoles se tratara, con el asegún de que no lo son. Y para terminar, hay que cortar el trozo de carne en pedazos diminutos, los cuales apilaremos prolijamente en el plato. Cuando nos demos cuenta de que la ley de la gravedad está a punto de asomar su fea cabeza, hay que detenernos, ya que si tal accidente sucede, mucho irá en detrimento de nuestro plato. Entonces, tenemos que hay que reducir la porción a la mitad, o a la cuarta parte. Lo que significa que si solíamos embaularnos un bife de 200 gramos, ahora comeremos la mitad. ¿La enchilada? Por piedad, es cocina fina. ¿Qué les parece como perfecto acompañamiento algo así como un puré de fresas aderezado con cominos, el cual embarraremos en un tapiz de silicón apto para el horno y nos pasamos toda la mañana observando mientras se seca a temperatura bajísima para lograr una muy vistosa lámina, mientras la presión arterial nos sube al pensar en las horas que lleva prendido el horno sólo para secar las fresas? La abundancia en las porciones no es terreno para la exquisitez, justamente lo contrario. La carencia se compensa de maneras diversas: empenachando la carne con alguna yerba, o sirviendo en platos más pequeños. Lo cual también es impensable dentro de la nueva exquisitez: los platos tienen que ser enormes. Tal vez para provocarle algún complejo a la minúscula porción servida, y para dar la sensación de que, tras largas horas en la cocina, no se ha comido realmente.
Yo me pregunto: ¿dónde quedaron las porciones generosas, armónicamente distribuidas en el plato cubriéndolo por completo? Desterradas, aparentemente. En una cocina en donde se opta por servir un 'Potage Saint-Germain', que no es más que sopa de chícharos, en tubos de ensaye, la abundancia es anatema. ¿Será porque se piensa que lo basto es vulgar? Muy probablemente.
La cocina confusa nos está condenando a comer cada vez menos. 'Menos es más', rezan sonrientes los más emblemáticos cocineros de la televisión por cable, en tanto sirven porciones de miseria que se pierden en extravagantemente grandes e inadecuados platos.
Esta es la primera entrega. No me voy a dedicar a buscar recetas prototípicas de confusión gastronómica-que muchos insisten en llamar fusión-, ni me voy a dedicar a criticar acremente las nuevas tendencias culinarias. Para mí, ésto es simplemente un pretexto para divulgar, a quien quiera leer, mis muy particulares ideas sobre uno de los temas que representa el otro cincuenta por ciento de mis muy personales pasiones y perversiones: la comida y la cocina. Tal vez, ocasionalmente, me decida a publicar alguna recetilla por ahí. Pero no esperen que sea confusa. Manoseada, tal vez, pero dentro de los límites de lo que aprendí, ya hace más de veinte años, que era el decoro gastronómico.