domingo, 30 de noviembre de 2008

Cat Cora y la 'nueva cocina casera' gringa

Desde que por primera vez puse mis manos en un recetario editado en Estados Unidos, hace ya unos cuantos antieres-para ser precisa, hace 21 años, cuando aterrizó el horno de microondas Kenmore en casa de mi madre-, no ha dejado de llamarme la atención la manera de los gringos, tanto de redactar como de pasar sus recetas. Por una parte, son autorreferenciales ad nauseam. Y por otra, no deja de ser notorio el que, a pesar de hablar de 'comida casera', y más aún, preparada en horno de microondas-la panacea de los ochentas para la tan socorrida falta de tiempo-, de diez ingredientes, por poner un ejemplo, ocho procedan de latitas, sobrecitos, bolsitas congeladas y demás amenidades.

Por ésto me resultó de interés que en MSN ahora, junto con las recetas como se las encuentra uno en cualquier revista, publiquen videos de cocina. Yo sé que a más de uno no le ha de resultar extraño, ya que si el video de un escuincle chillón que finalmente cae de un tronco se publica en Internet, de todo se puede encontrar. Lo que me provocó estupefacción primero, y risa después, fue la idea que se tiene de la cocina casera.

Para mí, que tengo fuertes opiniones al respecto, la cocina casera significa salir al mercado a comprar tus ingredientes. Pongamos por caso, una sopa de verduras. Se compran las verduras, se lavan, y si es el caso se pelan, se pican y se sofríen. Luego, se muele el jitomate, que también se ha lavado, con un pedazo de cebolla y uno ó dos dientes de ajo, se cuela y se sazona en la olla en que radican las verduras sofritas. Cuando el jitomate ha perdido el sabor y olor a crudo-y no porque se haya ido de juerga-, se añade agua hirviendo, y si se quiere, un par de cubitos de caldo de pollo, si no, sal, pimienta, y lo que nos dicte la imaginación o las existencias de nuestra despensa. Se deja hervir hasta que las verduras se cuezan y listo. No puede ser más simple.
Parece que al ama de casa gringa promedio le parece imposible lo anterior. Porque, o mucho me equivoco, o la 'nueva cocina casera' que pregona Cat Cora se trata de recurrir a lo mismo de siempre, o sea, latitas, congeladitos y sobrecitos, sólo que ahora se apela a las múltiples opciones que dicta la nueva exquisitez, o a los milagros de la globalización en forma de sazonadores, condimentos, especias y demás traídos de las antípodas y puestas a la disposición, en la forma de la manera más adecuada de usarlas gracias a Cat Cora. Me explico: la susodicha señora da una receta para hacer una sopa, más simple que la que di anteriormente, con la ayuda de incontables procesados. Voy a pasar la receta más o menos como la recuerdo: hervir dos litros de caldo de tetra-pack, orgánicamente certificado según ella misma-mismo que cuesta, más o menos, cuarenta pesos el litro-, agregarle jengibre rallado sobre el caldo-única operación manual que se le vio hacer en todo el proceso, la de pelarlo y rallarlo-, ajo, igualmente rallado, chile de alguna botellita infernal hallada en algún mercado oriental parecido al súper ubicado en División del Norte, sólo que sin certificación orgánica, pollo deshebrado de charola-para lo cual tuvo que dar la explicación, o dar la alternativa de hervirlo en casa y deshebrarlo-, y voilà, la sopa estaba lista. En menos de treinta minutos.

Le puedo conceder la falta de tiempo. Lo que no concibo, en estos tiempos que dictan que lo verdaderamente exquisito sólo se puede conseguir si casi se ha visto morir a la res, es el exacerbado uso de procesados. No entiendo una cocina tan bipolar, donde unos, por una parte se empeñan en hasta hornear su pan en casa, previa elaboración de masa madre, y otros dicen que se puede comer 'bien' abriendo tetra packs y sobrecitos. ¿Será que la confusión gastronómica de un país que ni siquiera puede presumir de una cocina verdaderamente propia ha llegado a esos extremos? Vayan ustedes a saber. Lo que sí sé es que, de las recetas de Cat Cora, las menos. En primera, porque no me puedo dar el lujo de gastar ochenta pesos en la elaboración sólo de una sopa, por no decir, de la mera base de la sopa. Y en segunda, porque la cocina verdaderamente casera, como yo la entiendo, comienza en el mercado. Lavando, pelando e hirviendo ingredientes, no sacándolos de una bolsita o un tetra pack. Y aunque me falte tiempo, lo que me sobra es voluntad para poner algo rico, nutritivo y sin aditivos en mi mesa, cosa que, a pesar de que se quejan de la obesidad y demás problemas, los gringos no están dispuestos a sacrificar: su precioso tiempo para pasar en el antro, o viendo el fútbol americano, o haciendo vida social, así se hagan pomada las arterias o el hígado. Tiempo les va a faltar después para gozar de lo que podrían de haberse tomado el tiempo de preparar sus comidas en vez de comprárselas al Gigante Verde. Y los que nos, relativamente, sobamos el lomo en la cocina, seguiremos gozando de la buena vida y una mucho mejor mesa, riéndonos de los que, por falta de tiempo, nunca se tomaron el tiempo de hervir una pechuga de pollo a fuego lento, con sal, pimienta gorda y tomillo, para después tomarse el caldo. Y seguiremos haciéndolo, junto a una excelente hogaza de pan horneado en casa, mientras ellos tendrán que conformarse con la insípida comida de los hospitales.

viernes, 28 de noviembre de 2008

El pan nuestro de cada día

Mi locura por la comida finalmente desembocó donde debía: el pan. Mucha gente, aún los cocineros más avezados, sienten una especia de miedo pánico cuando se trata de elaborar pan. Aquí entre nos, yo no me sustraía al miedo, a pesar de que en mi experiencia cuento con la elaboración de masas que a más de uno le pondrían los pelos de punta, como el hojaldre. Sin embargo, ni toda mi experiencia de patissier amateur-que, considerando la carencia de guías audiovisuales como las que proporciona la Red hoy día, eran esfuerzos bastante heroicos-hacían que me decidiera a dar el salto a la elaboración de pan. Si a éso le aunamos que circulan toda clase de historias de horror referentes al pan elaborado en casa, como que es imposible hornear una hogaza decente en un horno casero, que no cualquier harina sirve y demás, el miedo estaba más que justificado.
Pero por algo se empieza: mis primeros tonteos con la levadura empezaron cuando vi unas cajitas de la misma en el supermercado. Tiempo atrás había ya adquirido levadura seca en una bolsita, pero poca o nula idea tenía de cómo era que se empleaba la cosa esa, de modo que la pobrecita corrió la suerte de Cleto: murió, murió, murió. Aparte de que todo mundo hablaba de 'levadura fresca', 'levadura de panadero' y demás perendengues, incomprensibles para mí. Absolutamente segura de que mi bolsita carecía de todo pedigree, la dejé morir en la alacena. Sin embargo, después fue que me topé con algo que, allá en lo más recóndito de mi cabeza, creí que podía funcionar: la levadura seca activa.
Primera intentona: una pizza. Nada espectacular, más de uno dirá que es con lo que todo mundo empieza. Siendo un hongo por naturaleza, ni idea tenía yo de por donde es que empieza la mayoría de la gente que se siente atraída hacia la elaboración de pan. O sea que, importándome un rábano serenado, puse manos a la masa. El resultado no fue de despreciar: una base doradita, crujiente y delgada que me hizo sentirme de lo más orgullosa de mi logro. Sin embargo, el aparente éxito primero no fue más que suerte de principiante. No es que mis demás intentos hayan salido abominables o incomibles-que no es por presumir, pero creo que nunca ha salido nada de mi cocina que la gente que me rodea no se haya avalanzado a devorar-, pero no eran enteramente satisfactorios.
Mis ganas de elaborar en casa productos que se conseguían procesados o industrializados, sin embargo, me llevó a una búsqueda que, sin temor a exagerar, puedo decir que me abrió una ventana a un mundo de posibilidades impensadas hasta ese momento. Sí, pues, una noche buscando una receta para elaborar pitas, ya que las que venden en el súper resultan del todo inadecuadas para elaborar shaverma, según Daniel, de cuya palabra no tengo la menor razón para dudar, emprendí la búsqueda en Internet de una buena receta que me diera las pitas que tanto ansiábamos: lo suficientemente gruesas como para poderlas cortar por mitad y rellenarlas formando un cono, algo bastante parecido a los gyros griegos. Las famosas pitas hasta ahorita no han resultado como queremos, sin embargo, abrieron la ventana al mundo del pan hecho en casa.
Soy lo bastante cobarde, por no decir soberbia, como para hacer mi masa madre. El pensar que el cultivo acabe en la basura como producto de un rotundo fracaso me paraliza. Lo cual no obsta para hacer panes menos 'sofisticados' pero igualmente elaborados. He de decir que el pan de muerto fue muy bueno, huelga decir que superior el resultado a cualquier pan comprado en la mejor panadería. Laboriosillo, claro que sí. Con harto orgullo debo decir que no cualquiera se enfrenta a la perspectiva de estar amasando con el mayor brío durante tres cuartos de hora, hasta que la bendita masa alcanza la consistencia requerida. Y luego, a hacerle los huesitos, la bolita y las lágrimas. El resultado me dejó lo bastante satisfecha como para entrarle a otro tipo de masas. Y ahora consumimos pan de caja hecho en casa. Pan de sémola, pan integral con centeno...las posibilidades son infinitas, gracias también a mi manía de andar manoseando las recetas y no dejar ninguna impune. A la que no le pongo acá, le quito allá o le sustituyo acuyá. Pero mis experimentos, hasta ahorita, han sido afortunados.
Así seguimos, esnobéandole a la comida. Es imposible dejar de ver con cierto asco el pan industrializado cuando se ha comido pan hecho en casa. Así como es imposible sustraerse al encanto que produce encontrar una receta nueva que no la concebimos fuera de nuestras posibilidades. Porque, con un poquito de tiempo y algo de buena voluntad podemos mejorar increíblemente lo que ponemos en nuestra mesa. Y de paso, dejar de quejarnos de que Bimbo nos está envenenando.

martes, 18 de noviembre de 2008

Los veganos, o los fundamentalistas de la mesa

Hace años, siendo más precisa hace más de veinte-¡Jesús!-, en un libro de esos que mi padre era muy afecto a comprar, o sea, de divulgación seria, pero escritos de chunga, con miles de chistes y monitos a porrillo, leí algo que me llamó mucho la atención. Al hablar de las ventajas de la automatización en la elaboración de un censo como de una simple entrada de datos a los que una computadora simplemente organizaba mediante criterios preestablecidos, se mencionaba, en el rubro de las religiones que profesaba la gente, algo así como 'fundamentalista vegetariano'. El término me resultó chistoso, y lo empleé durante años como ejemplo de tantas ridiculeces que en distintas épocas hacen las delicias de una mínima porción de gente. Hoy día, ya no estoy tan convcencida de que haya sido un chiste, y por ende, sea motivo de risa.
Porque claro, a mis tiernos nueve añitos sabía perfectamente qué era o qué hacía un vegetariano. Quienquiera que haya crecido en los ochentas, se acordará del boom naturista a nivel comercial. Se comenzaban a hacer serios intentos por pregonar las bondades de la soya, e incluso, mi hermano y yo fuimos víctimas del entusiasmo de mi madre al ser obligados a beber leche de soya, ya que el médico afirmaba que la leche 'no era buena' para nadie, de modo que hubimos de apechugar hasta que mi propia madre en persona tomó la dicha leche y se convenció por sí misma que el potingue en cuestión era una soberana porquería. Se hablaba del 'alga spirulina' como de cosa de gran virtud, y se abrieron múltiples changarros de Súper Soya de distintas dimensiones. Lo 'natural', con ciertas connotaciones de vegetarianismo, empezaba a cobrar fuerza, no como cosa de hippies, sino de quienes eran conscientes de su salud. Habiendo crecido en una casa en donde los procesados eran cosa realmente rara, ya que mi madre toda la vida fue enemiga acérrima de las carnes frías, las latas, los preenvasados y demás, por no decir que los congelados eran catalogados por la susodicha señora de poco menos que porquerías, amén de que los precios eran prohibitivos, nunca me pareció exagerado hablar de cocinar en casa, de comprar los insumos frescos, o lo más fresco que se pudiera, y limitar el uso de productos envasados al mínimo, como la salsa catsup, o restringirlos a casos de extrema urgencia. Dar el paso a dejar la carne y evitar los alimentos procesados para cambiarlos por los elaborados en casa no fue penoso en absoluto ni me supuso un esfuerzo mayor del normal. Pero, de ser concientes de la salud a volverse fanáticos no hay más que un paso.
Últimamente hay quienes de plano se pasan de la raya. Por ejemplo, está el curioso caso de los activistas del PETA que, en días pasados, empanizaron a una de esas estrellitas de Hollywood cuya carrera al parecer se limita a pindonguear por el mundo y hacer escándalos, por portar una estola de pieles. El incidente, desde mi punto de vista, es execrable. Porque no porque los señores del PETA reprueben algo allá en lo más recóndito de sus consciencias, van a andar atacando al prójimo que no comparte sus puntos de vista. Ahorita es harina, y la tipa que lo hizo estaba feliz de la vida con su 'ocurrencia', misma que seguramente fue festejada ampliamente por sus cofrades. ¿Qué sigue? Lo importante no es con qué la atacaron, sino el que lo hayan hecho. Podemos esperar que al rato la golpeen, o le hagan trizas la estola simplemente porque no les parece bien que alguien use pieles de animalitos para adornarse. Lo que supone un descalabro económico y un delito que se denomina 'daño a propiedad ajena'. Pero, ¡ay de aquél al que se le ocurra tocarles un pelo! Porque ya tendrán más excusas para avalar su comportamiento violento y nada civilizado. ¿Un humano les merece menos respeto que un animal que ya está muerto, aunque les parezca mal? Así parece.
Y el respeto a los animales se ha vuelto un estilo de vida, una filosofía que se torna por momentos más violenta. No me refiero sólo a las cuestionables prácticas del PETA, sino a un grupo que ahora se dedica a hacer terrorismo alimenticio: los veganos. Porque, hasta donde recuerdo haber leído hace unos cuantos antieres, el veganismo se refería únicamente a las personas que no sólo no comían ninguna carne, sino ningún derivado animal, como mantequilla, huevos, etcétera. Pero ahora han rodeado al veganismo de un aura cuasi-mística, que dicta que el que es vegano DEBE serlo no por cuestiones de salud, sino de conciencia. Si uno toma la decisión de volverse vegano porque quiere bajar de peso, está mal. Lo mismo, si uno lo hace por motivos de salud. Ahora han dado en llamarse 'abolicionistas', y hasta tienen las consignas de todo movimiento que se precie de ser político de una manera u otra que se respete: 'no son comida, no son entretenimiento, no son vestido', proclaman a voz en cuello.
Cada día veo con creciente pasmo cómo va adquiriendo mayor sentido lo que decía Larry Gonnick sobre los 'fundamentalistas vegetarianos'. Se empeñan, cada vez con más encono, en señalar en donde los que no compartimos sus creencias estamos mal. Argumentan, desde que 'el ser humano no está diseñado para comer carne, sino para ser eminentemente vegetariano', hasta que los que comen carne violentan el 'No matarás'. Peor todavía, los llamados 'abolicionistas', que son los peores en mi parecer, salen con que nos van a contar 'la neta' de por qué comemos carne, que para ellos y sus retorcidas mentecitas tiene que ver con la mala educación que se nos da desde niños, cuando nos enseñan que hay animales puestos al servicio del hombre para darle de comer, cosa que se traduce en que después nadie tenga una idea muy clara de la procedencia de los alimentos. Lo anterior me pareció una patochada mayúscula, porque si bien es cierto que hay mucha gente que, como en la película Wall-e, piensa que las pizzas crecen en los árboles, ¿en dónde deja eso a, por ejemplo, un niño que desde muy chico ha tenido como obligación ordeñar a la vaca por las mañanas? ¿Podríamos realmente hablar de que tanto él como su familia son una manga de ignorantes?
El maltrato a los animales, afirman, no debiera de ser un problema, ya que los animales ni siquiera deberían de tratarse. A lo que yo pregunto, ¿y cómo piensan cambiar eso en un ambiente urbano, por ejemplo? En una ciudad plagada de perros, los seres humanos se ven obligados a convivir con ellos. Entiendo que no quieran tener mascotas, ya que, como dicen, 'no son entretenimiento', y desde mi muy personal punto de vista está muy mal regalar mascotas como si de peluches se tratara. Pero ¿qué van a hacer con el perro callejero? Porque seguramente no querrán que lo sacrifiquen, sin embargo, si siguen sus preceptos a la letra, tampoco se molestarán en darle de comer. ¿Y qué proponen para solucionar el problema? Nada. Desde su alto cajón de detergente pontifican lo que se debe y no de hacer, sin embargo, me parece que cierran los ojos a problemas muy sencillos. Por ejemplo, todas las especies que en un momento dado han sido domesticadas, ¿qué se supone que hay que hacer? Un granjero con sus pollos, ¿ha de soltarlos a que sean presa fácil de los gavilanes y las comadrejas porque no se saben defender? Dirán que es lo correcto, que es el orden natural, sin embargo, quisiera ver qué cara ponen cuando se les hable de sobrepoblación de depredadores y lo que eso puede llegar a significar, como es que una linda zorra hambrienta un día se coma a uno de sus hijos porque simplemente se terminó su fuente de alimento y tiene que comer. ¿Les seguirá pareciendo tan natural el asunto?
Los mentados 'abolicionistas' ahora han dado en acuñar su propia filosofía, destinada a darle en las narices a todo mundo con sus 'argumentos'. 'Especista', le llaman a la sociedad con todo su desprecio. La discriminación de que se hace objeto a los animales, dicen, es simplemente con el objeto de justificar por qué unos se comen y otros son de diversión. Pero, como sienten y piensan, debiéramos replantearnos el asunto y pensar si de verdad porque son distintos a nosotros deberíamos de 'discriminarlos'. El argumento me pareció lo suficientemente ramplón como para recordar aquello de 'Los animales son personas', igualmente ridículo, pero con el afán de serlo, ya que aparecía en un cuentito del Pato Donald, no se preciaba de ser dogma ni precepto filosófico digno de ser tomado con la mayor seriedad.
Lo que me repatea es que venga cualquier tarado y me diga qué es lo que supuestamente lucubró su brillante cabeza que va a venir a rasgar las tinieblas de mi 'ignorancia'. Siempre sospecho, y sospecharé, de quien me quiera venir a vender 'la verdad', trátese de religión o de lo que me llevo a la boca, ya que, de entrada, el que alguien adhiera el epíteto de 'verdad' a su discurso, para mí lo abarata automáticamente, ya que, con toda seguridad me encontraré con un descubridor de hilos negros y aguas tibias que de entrada me insulta al tildarme de ignorante y en segunda condesciende a participarme de su 'sabiduría', generalmente compuesta de análisis baratos, conclusiones fantasiosas y tonterías sin fin. Por eso es que detesto los fundamentalismos, ya que parten del principio del 'yo estoy bien y tú estás mal'. ¿Acaso somos tan obtusos que un sólo punto de vista debe ser válido para todos? Honestamente lo dudo. Las razones que cada cual tiene para hacer lo que crea conveniente son muy suyas, no tiene por qué andarlas lanzando a los cuatro vientos, ni obligar a nadie a compartirlas, o, en el peor de los casos, atacarlos porque no lo hacen. Y sí, yo soy muy comodona, porque no como carne porque no me da la gana tragarla, pero no siento la necesidad de justificar lo que hago o dejo de hacer detrás de pseudo filosofías vacuas que sólo sirven para que unos cuantos se sientan moralmente superiores a los demás. ¿No será precisamente ese el meollo del asunto? ¿Que como no tienen nada más de qué sentirse orgullosos pregonan sus hábitos alimenticios y esperan que todos corran a aplaudirles porque el resto de sus vidas no merece el menor aplauso? Tal vez. Quizás sea la nueva forma, incluso, de pregonar estatus, ya que los precios de los productos orgánicos y 'ecológicamente viables', como les llaman, son bastante más elevados que el de los productos 'normales'. La ropa 'orgánica' es carísima, de modo que estamos los que, por muy conscientes que seamos, nos vemos obligados a usar trapos normales, so pena de andar desnudos por la vida por la incosteabilidad de dichas prendas. Luego entonces, si de verdad los 'abolicionistas' son tan apegados a sus principios, eso sólo puede significar una cosa: snobismo. Porque, curiosamente nunca se menciona al veganismo como producto de la ociosidad, lo cual para mí es muy evidente. Yo no tendría tiempo de andar en manifestaciones por los derechos de acá, o porque se deje de hacer allá, ni de andar cazando gente para empanizarla. No, yo tengo cosas más importantes que hacer. De modo que estos señores, al igual que los 'globalifóbicos', han de ser, en su mayoría, gentecita de lo más ociosa, con grandes cantidades de tiempo disponible para andar en manifestaciones, y, mejor aún, recursos ilimitados para danzar por el globo y comprar sus trapos orgánicos. Cosa que yo, definitivamente, no quiero y no puedo hacer.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Supersize me, o la responsabilidad de quien se lo traga

Me gusta el cine. No siempre el cine de 'arte', sobre el que tengo mis muy particulares opiniones. Me entretengo, casi, con cualquier película. Puedo pasar dos horas frente a la televisión gruñendo 'ah, pero que bodrio', sin embargo, hay algo que me impide apagarla. Quizás, más bien, debiera decir que me gustan las películas, ya que no soy muy afecta a acudir a las salas de cine, condición que, supongo, es imprescindible para cualquier cinéfilo que se respete.
Uno de los géneros, por llamarlo de alguna manera, que particularmente me agrada es el que últimamente han desarrollado algunos cineastas gringos, híbridos entre documentales y críticas. El cineasta en cuestión toma un tema, investiga, y plaga el filme de sus muy particulares opiniones a lo largo del mismo. Creo que el más conocido cineasta que dedica su tiempo y sus energías al desarrollo de dicho género es Michael Moore. Otro que levantó bastante revuelo en su momento, fue Morgan Spurlock, con su filme Supersize me, mismo que se ha empleado para los fines más diversos, desde propaganda anti-yanqui, hasta para justificar el veganismo. Lo que me ocupa en esta ocasión, no es tanto el empleo que se le ha dado a dicha película, sino lo que se puede observar, tanto en los filmes de Moore, como en el muy aclamado de Spurlock.
A muchos les parecerá, tal vez, que el tipo hizo un documental hasta allá, atacando a tan importante pilar de la sociedad gringa como los restaurantes de comida rápida, refiriéndose en particular al garito de hamburguesas de las orejitas amarillas. Y no sólo hasta ahí llegó su valor, sino que, en una muestra de vocación periodística digno de los más grandes elogios, se sometió a un régimen de un mes de no comer otra cosa que lo que expenden en dicho sitio, poniendo en riesgo su salud, y bueno, hasta su vida, llevado de su afán de denuncia a una de las instituciones más corruptas sobre el planeta.
Lo anterior no es más que la grandilocuencia de la primera vista, y la hipérbole propia de quien se ha casado con una hipótesis y la va a demostrar cuéstele lo que le cueste. La película es efectista-en el peor sentido- a más no poder, llegando a rayar en ocasiones con el sensacionalismo. ¿A qué se deben mis acerbas críticas? No a falta de coherencia, que ya he criticado a dichos lugares en este mismo blog, sino a la serie de interesantes fenómenos que pone de relieve dicha cinta.
Hagamos un breve resumen: la cinta, si es que no la han visto, presenta una investigación que hace Spurlock sobre los riesgos a la salud que representa comer en el mencionado garito de hamburguesas, amén de denunciar la corrupción y facilonería de diversas instituciones, que prefieren engrasar las arterias de la gente antes que proporcionarle la debida información. Comienza de una manera un tanto curiosa: unos niños cantando una cancioncilla que contiene en su 'letra', o más bien, que el componente esencial de la letra son los nombres de changarros diversos de basura comestible. Con lo anterior, el cineasta intenta darnos una idea de la gravedad de la incidencia del aparato publicitario de dichos sitios en las mentes de los niños. Cuando, más avanzado el filme, les presenta a varios niños diversas imágenes, y los chamacos sólo son capaces de identificar, sin el menor titubeo, los personajes a que se asocia a dichas cadenas, ya uno está convencido de que estamos hablando de una industria sumamente insidiosa, que no duda en envenenar las mentes jóvenes para que le resulte mucho más sencilla la tarea de envenenar sus organismos más adelante. En suma, y mientras Spurlock se arruina el físico y la salud comiendo diario y a todas horas lo que sirven en el garito de hamburguesas objeto de su estudio, lo que se ve es una constante repetición de lo expuesto anteriormente.
No es del todo incorrecto lo que hace. Creo que todos tenemos una idea más o menos clara de qué tipo de basura comestible expenden en dichos sitios, o sea que lo que presenta, en sí mismo no es exagerado. Tampoco, para los que no tienen la mínima noción de lo que se están llevando a la boca cada vez que comen en dichos sitios, es malo que se les ponga delante de los ojos la información, valiosa en ocasiones, a la que de otra forma no tendrían acceso. Sin embargo, tanto Morgan Spurlock como Michael Moore son compañeros del mismo dolor al defender la misma tesis: el problema está afuera, y la gente no tiene la culpa de nada.
Uno de los 'expertos' a quien entrevista Spurlock es el abogado que ganó un histórico pleito contra Phillip Morris. El cuerpo del problema, si no recuerdo mal, fue que, cuando a una fumadora le diagnosticaron cáncer, decidió demandar a la compañía tabacalera por no sé cuántos millones de dólares, alegando que fue su publicidad y sus productos los que le provocaron tal mal. Lo malo no fue la demanda en sí, sino que la ganara. Unos años después, los padres de dos adolescentes obesas demandaron al garito de hamburguesas por haberles provocado la obesidad que padecían a sus hijas. Siguiendo el precedente, y con la asesoría de tal abogado, seguramente les pareció muy sencillo y creyeron que podían hacer negocio de los problemas de salud de sus hijas. Lo mejor del caso fue que la causa se sobreseyó. Los alegatos del garito de hamburguesas, a mi modo de ver, fueron contundentes: que si bien la gente sabía que no debía de comer en dichos sitios, o por lo menos no hacerlo con la frecuencia con que lo hacen, lo seguían haciendo. El cabildero que representa a las grandes procesadoras de alimentos fue un paso más adelante: dice que se reconoce que ellos son 'parte del problema', afirmación tomada con el mayor sarcasmo por Spurlock. La causa que lleva a Spurlock a presentar dichos problemas no es la mejor, en mi parecer. Porque todo gira en torno al discurso de 'la víctima'.
Según el cineasta, la gente es víctima de empresas sin escrúpulos, que gastan la pasta gansa para anunciarse y metérsele por los ojos, literalmente. Los adolescentes son víctimas de un sistema escolar corrupto y facilón, que prefiere retacarlos de comidas chatarra en las escuelas sólo porque resultan más baratas. Los niños son víctimas de programas inadecuados de cultura física. Y todos, absolutamente todos, son víctimas de supina ignorancia, misma que se propicia y auspicia bajo las narices del gobierno, cuando no el mismo resulta cómplice, porque también se ve beneficiado por los dineros incalculables que manejan las compañías que procesan alimentos y que los expenden.
Hasta aquí son los argumentos de la gente que se presume de 'izquierda', mismos que, ni duda cabe, son los que alaban los exaltados de mi Facultad y por lo que han convertido a dicho filme en casi objeto de culto. Sin embargo, ni el cineasta ni los exaltados son capaces de pensar que toda moneda tiene dos caras. Y es precisamente la otra cara del problema la que cineastas como Spurlock y Moore se empeñan en ocultar, o que de plano, se niegan siquiera a considerar, llevados como son de su entusiasmo.
Porque si bien se habla de una victimización, podría hablarse también de una palabrita muy fea que a la gente izquierdosa y a los 'críticos del sistema' les saca ronchas: responsabilidad. Alegan que la publicidad es capaz de embrutecer a la gente, por lo que se ve privada de libertad de elección. Sin embargo, en el filme de Spurlock aparece un tipo que afirma que, si no tiene hambre, aunque pase enfrente de incontables sitios de esos, no va a detenerse a comer porque no le da la gana. Muy diferente a la prédica general de la película. Y si un individuo puede hacerlo, ¿no podría igualmente el resto de la gente hacer lo mismo? Creo que sí. Los padres de las obesas merecerían ser demandados, a su vez, por el sistema de salud gringo. ¿Cómo que una adolescente de catorce años se la pasa tragando hamburguesas y porquerías? ¿Dónde están los padres? ¿De dónde es que esa niña saca el dinero para retacarse en dichos sitios? La responsabilidad, a mi entender, no es del garito que le vende mugres, sino de los padres que seguramente muy facilonamente le sueltan el dinero y no se preocupan de ver en qué es que lo gasta, y mucho menos se preocupan de prepararle comidas decentes en casa. Es cierto que la gente vive desinformada, sin embargo, si el filme de marras fuera más balanceado, en el momento en que se le solicita al garito la información nutricional de sus productos, y no la encuentran por ninguna parte, en vez de acusar al lugar de 'ocultar la información', hubiera sido decente hacer un experimento: en donde sí la encontraron, fotocopiar los folletos y repartirlos a la entrada del lugar. Veinte a uno a que se hubieran percatado, media hora después, que la acera lucía un bonito tapiz conformado por los susodichos folletos.
Parece entonces, que los más agrios críticos del sistema gringo pasan por alto una cosa. Quieren venderse la idea de que la gente es del todo inocente, y que los males que los aquejan son producto garras ajenas entre las que viven asidos. Para Moore, el malo de la película, literalmente, es el gobierno. Trata de dar a entender que la gente es muy chida, lo malo es el gobierno que tienen. Sin embargo, el gordo pasa por alto un detallito: que si Bush es un tal o es un cual, la gente misma a la que tanto defiende lo reeligió. Para Spurlock, los malos son las compañías procesadoras de alimentos, las cadenas de comida chatarra y finalmente, también el gobierno. El colesteroloso pasa por alto otro detallito, que muestra en su película, pero al que no le da la importancia como materia de análisis que merece: un par de señoras gordas que dicen que no tienen tiempo entre lavar la ropa, cuidar a los niños etcétera. Nunca mencionan el trabajo, de modo que, si los hijos de ese par son obesos, la culpa no es de la comida chatarra, sino de la comodonería de ambas señoras. Metonímicamente podríamos concluir que, como dice el refrán, no tiene la culpa el indio, sino el que lo hace compadre. O sea, no tienen la culpa las compañías, con todo su dinero y todo su poder, sino quienes permitieron que dichas compañías tengan el dinero y el poder. Traducción, el tragón obeso que se atraganta de hamburguesas, papas fritas, y se las baja con un bidón de refresco.