viernes, 4 de diciembre de 2009

Que versa sobre la mejor manera de meter al demonio en una olla

Cuando nos agarra la farsa, nos agarra en serio. Después de un ratote de andar abusando de las carnes rojas y demás-gracias a la influenza, que hizo que el precio de la carne de cerdo se fuera a los suelos, y gracias a andar de antojados también-, nos agarra la culpa inmensa y decidimos "empezar a comer más sano", o sea, le entramos a la farsa vegetariana. Gracias a la intensa investigación llevada a cabo hace poco más de un año, podemos decir que nos hallamos en posesión de bastantes recetas que nos ayudan a evitar la monotonía en el menú, por no decir que nos posibilitan el preparar platos que a mucha gente le sonarán la mar de raros. Nuestra comida varía, desde la sustitución de carne por hongos y setas-práctica no tan rara, podría decirse-, hasta la preparación del mismísimo demonio: el seitán.

Y ¿qué demonios es eso? Es muy simple. Desde el lejano Oriente-lejano según la perspectiva desde la que se mire, ya que a nosotros nos queda más cerca de lo que les queda a otros-nos llegó una manera de preparar la proteína contenida en la harina de trigo de tal forma que se asemeje a la carne. De hecho, en los restaurantes orientales de postín, supongo que se ha de servir algo a lo que se le da el nombre de "pato falso" o "pollo falso" o "pescado falso"-y digo supongo porque no me consta, ya que no frecuento restaurantes orientales de postín, y a los que concurro parece que no lo sirven-, que no es otra cosa sino la dicha proteína del trigo-los monjes budistas de hace unos cuantos siglos llegaban al extremo, incluso, de incrustar agujitas de bambú en su pescado falso, para que pareciera más real-, tratada de una manera un tanto especial, refinadísima a la que esos señores que llevan, me atrevería a decirlo, mil años y más preparándola, han llegado. No es tan sencillo como parece, e incluso en muchos sitios de Internet dedicados a la gastronomía vegetariana le tienen como miedillo. Como que no les acaba de gustar. Unos dicen que queda muy gomoso, otros que de plano nomás no les entra...en fin, chocantes hay en todos los regímenes alimenticios posibles. Y bueno, los celiacos nomás no tienen que opinar al respecto, ya que al ser puro gluten-la proteína del trigo-, lo ven como los cristianos al mismísimo Patetas: como a su peor enemigo. No los culpo-a los celiacos, se entiende-, ya que su condición les impide digerir el gluten, pero a los demás les digo: no saben lo que se pierden.

Quisiera, antes de entrar en detalles, dar unas cuantas explicaciones que versan sobre el tema de hoy. ¿Qué es el gluten?, preguntarán algunos. Es la proteína presente en el trigo. Si observamos la diferencia entre un pan blanco-un bolillo, pongamos por caso-, y un pastel, veremos que la estructura de ambos es bien distinta. Un pastel se desmigaja; un pan, en teoría, debiera de mantener la estructura de la miga. Vaya, es la razón por la cual nos podemos hacer una torta con un bolillo, pero con un pastel eso es prácticamente impensable, por no decir imposible. No se debe simplemente a que el bolillo es magro, ya que se prepara sin grasa, y el pastel tiene un alto contenido de la misma, o a que uno lleva levadura y el otro no; la diferencia es que, en un pan blanco-bolillos o teleras, da igual-, la masa se trabaja de tal modo que la famosa proteína se desarrolle, por medio del amasado, lo que permite la formación de una especie de red que atrapa las burbujas de dióxido de carbono, provenientes de la fermentación-la cual también convierte los almidones de la harina en azúcar-, lo que, una vez que el pan ha sido horneado, se traduce, gracias a la acción del vapor que queda atrapado en el interior del pan, en corteza y miga. En un pastel, todo sucede de una manera diferente: las burbujas que forman la miga de un pastel se forman gracias a la acción del polvo de hornear, el cual, al entrar en contacto con el líquido presente en la pasta, libera cierta cantidad de bióxido de carbono, pero no hay fermentación en el proceso, ya que no existen enzimas que se coman-por decirlo de alguna forma-los almidones. Lo que me lleva a la siguiente diferencia, que en realidad no tiene mucho, y tiene todo, que ver: cuando la harina entra en contacto con el agua, la proteína comienza a activarse. Es importante, por tanto, que un pastel se bata lo menos posible, en tanto que un pan se beneficia del amasado correcto: ni tan, tan, ni muy, muy, ya que si se amasa de más, las fibras de la proteína se rompen, dando como resultado un pan con poca estructura que seguramente saldrá chipotudo del horno. Si un pastel se bate demasiado, el resultado será un ladrillo, más apto para detener una puerta que para comerse.

Pero...¿a dónde es que me llevaba tanta jalada seudo científica, seudo gastronómica? ¡Ah, sí, ya recuerdo...al demonio! El gluten, pues, es el centro de todo esto. Técnicamente hablando, una vez que se ha amasado y cocido, se le denomina "seitán". Bueno, pues, parece que después de tanta cháchara llegamos al punto. ¿Cómo es que, entonces, se aísla la proteína del almidón? El método que proponen los vegetarianos-con el que, dicho sea de paso, entré en contacto por vez primera, tanto con el ingrediente como con el procedimiento- es bastante poco amigable con el medio ambiente. Verán: se trata de amasar la harina de trigo con agua, a que se forme una masa consistente, la que luego debe dejarse reposar en el refri para someterla a múltiples lavados-desperdiciando una cantidad ingente de agua-con el fin de desechar el almidón y quedarnos sólo con una masita de color café claro que es el gluten. Luego, esta cosa se cuece en un caldo compuesto de salsa de soya, agua y alga kombu más o menos durante una hora para luego rebanarlo-si se puede- y comerlo. Suena fácil, ¿no? Pues a mí como que el desperdicio de agua nomás me picaba cantidá, de modo que me fui por la chapuza: comprar el gluten solito, aislado del almidón por un procesos industrial, seguramente, y que lo venden en el Súper Oriental en bolsitas de medio kilo. Seguramente a los nazis de la salud no les agrada lo anterior, pero señores, debo decir que el desperdicio de agua supone una atrocidad, por no decir que están mandando al fregadero-y a la fregada-el almidón del trigo, sustancia que puede ser reutilizada como espesante o como base para miles de cosas más, según dicta la cocina oriental y mis propias observaciones. Pero a eso iremos más adelante.

He de confesar que mi primer experimento con el demonio no fue muy bien. Efectivamente, tal cual apuntan en muchos sitios vegetarianos, salió un tanto gomoso. Qué digo gomoso, hubiéramos podido fabricar pelotas de tenis con la cosa esa. O "boligomas", para el caso-¿se acuerdan de la "boligoma"? Chale, ya estoy ruca...-.Con muy buena voluntad nos comimos más o menos la mitad del mejunge ese asado. La otra mitad la tuvimos que rallar-genial idea de Daniel, por cierto-, lo que hizo al potingue mucho más comestible. Más todavía, después de aderezarla como "carne al pastor", cocinada con sus chiles, especias, cebolla y piña. Pero me da pena decir que a mí las pifias en la cocina me causan un terror indecible. Tuvo que pasar más de un año antes de que me decidiera a darle otro chance al gluten, a pesar de tener una bolsita del mismo almacenada en mi alacena desde hace más o menos un año. La cercanía de la fecha de caducidad me indujo, he de decir, a hacer una nueva intentona, que podría ser la última, en la elaboración del seitán.

Para el primer experimento recurrí a varios sitios de Internet. Si no recuerdo mal, uno es de una señora versadísima en temas de veganismo, doctrina con la que no comulgo en absoluto, pero que fue de cierta ayuda en cuanto a la preparación del gluten, y otro trata exclusivamente de cocina vegana. Independientemente de mis muy particulares puntos de vista al respecto-para quienes no los hayan leído pueden consultarlo en entradas anteriores-, reconozco que para preparar estas cosas suelen ser muy útiles. Lo malo es que me parece no haber leido instrucciones y recomendaciones con mucho cuidado. Recuerdo que una de mis pifias consistió en no haber mezclado aparte los líquidos. Pensé que sería como amasar un pan, pero ¡oh, surprise!, el gluten absorbe el líquido a una velocidad que hace imposible mezclar parejamente los líquidos que se han agregado por separado, o sea, si se pone el líquido y la salsa de soya aparte, aunque la diferencia sea de segundos, vamos a tener un desastre. El gluten se vetea, como que dice nelazo ante la idea de absorber, primero un líquido y luego otro y luego dejarse amasar tranquilamente a que todo se distribuya. Mala idea, muy mala. Pero si algo he de decir en mi defensa es el típicamente idiota: ¿y yo qué iba a saber? Luego, pensando que tenía mucho líquido, lo amasé a muerte. Lo exprimí, incluso, cual si de jerga se tratara. Obviamente, el gluten no me lo agradeció ni tantito. Tan ultrajado se sintió que, a la hora de ponerlo a cocer, todo fue muy bien hasta la hora de rebanarlo. Según Juliana López May, sapientísima cocinera "alternativa" del canal gourmet, indicaba, la cosa esa quedaba como carne, facilita de rebanar y divina a la hora de comer. Hice el caldo para cocerlo como la mona esa prescribía, sólo que a mí se salió un amasijo bastante insípido y realmente muy poco apetitoso. Imaginen ustedes una bola de...¿plastilina? ¿Boligoma? No sé. Pero me quedaron pocas ganas de volver a experimentar con la cosa esa, como la bolsita que estuvo guardada un año puede atestiguar.

No fue sin la insistencia constante de Daniel que me decidí a volver a probar suerte con el gluten. Esta vez, sin embargo, me lei de cabo a rabo todas las indicaciones. Creo que, en mi descargo, puedo decir que esta vez tenía más claro lo que quería. Quería algo que se asemejara más a la carne, que quedara más suave, que se pudiera comer así nomás, sin necesidad de andarle haciendo visiones. Tomé notas. Y llegué a varias conclusiones: mientras más se amasa, más gomoso se vuelve. Ajá, como los pasteles, sólo que en este caso, la proteína está en su forma más pura, de modo que no hay que manosearla en exceso. Más líquido no significa un mejor seitán, ya que la masa misma expelerá el agua que le sobre. Más bien se trata de manipular lo menos posible y de reposar el mayor tiempo posible. Luego, la cocción. Dicen en un sitio que cocerlo en la olla exprés resulta en un seitán más suave. Ok, a la olla se va. Primero lo sellé con aceite de ajonjolí, luego lo cubrí de líquido y a darle a la presión. Mucha menos agua, para que la absorba en la cocción. Al cabo de media hora, se fue al horno, en un recipiente cubierto y con el jugo restante. Una hora después teníamos una pieza de seitán que se deshacía. Divina para comerla sola, asada con cebollita, o para lo que se quiera. Hice "kaclietas" con el seitán-procesado hasta que quedara como carne molida-, sofreí un poco con ajo, cebolla y un poco de jitomate y rellené unas tortillas con él para hacer flautas de "carne"...en fin, las posibilidades eran infinitas. Pero, con todo y que salió un poco menos de kilo y medio de seitán de una bolsa de 498 gramos de gluten, no pude explorar todas sus posibilidades. Será para otra ocasión.

Sólo les puedo decir que, aún cuando no dejen de comer carne, el seitán es una excelente, y muy barata opción, para conseguir proteína concentrada a bajo costo. Mejor aún, si se le sirve a algún incauto, y si está bien preparado, no notará la diferencia. Pero agradecerá el que no tenga colesterol ni grasa saturada. Y ahí les va mi receta para prepararlo:

498 gramos de gluten

2 1/2 tazas de líquido-yo usé un cubito de verduras disuelto en agua-

3 cucharadas de salsa de soya

1-3 cucharadas de aceite de ajonjolí

Sazonar el gluten con ajo en polvo, cebolla en polvo, un poco de sal, pimienta y lo que les agrade-yo le puse comino también-. Mezclar, aparte, el agua tibia con el cubito de verduras o lo que quieran-pueden hervir el agua con un ajo asado y aplastado, y agregar semillas de alcaravea- con la salsa de soya y el aceite de ajonjolí. Volvar de golpe los líquidos en el gluten, revolver con un tenedor a que se integre. Amasar poquito-con unas tres o cuatro vueltas es suficiente-, dejar reposar unos diez minutos. Darle algo de forma, dejar descansar media hora. Mientras, preparar el caldo. Hervir 4 tazas de agua con salsa de soya y los sazonadores que quieran-semillas, especias, hierbas...todo va-. Calentar la olla de presión. Agregar aceite de ajonjolí al gusto. Dorar el gluten por todas partes-si se pega no importa, no forzarlo ni darle la vuelta-. Agregarle el caldo hirviendo, tapar la olla, cocer media hora. Destapar. Pasar a un refractario, con todo y el caldo que haya sobrado, para hornear a 160º por una hora, o hasta que la mayoría del líquido se haya absorbido. Dejar enfriar en el mismo recipiente. Rebanar, rallar, o hacer lo que a uno le plazca, que este seitán se puede comer aún salido de la olla.

sábado, 22 de agosto de 2009

Los vasitos llegaron ya...












...y no precisamente bailando cha cha chá. Pero esto pide una explicación que va más allá, de modo que, a riesgo de aburrir a mis amables lectores, allá voy.

La idea de presentar un postre en vasito no es nueva para mí. Mucho antes de haber visto en el canal gourmet a Paulina Abascal decir, en el colmo del éxtasis y con su vocecita chillona y su tiple fresa, decir que servir postres en vasitos era la última moda en Europa y Nueva York. Lo que más risa nos dio en ese momento fue que la niña sirvió sus creaciones en vasitos...de acrílico, de esos que venden en el súper y se rayan horrible a la primera lavada. Yo ya sabía que desde hace unos cuantos antieres, los ingleses tienen múltiples postres que sirven en vasitos, como los fruit fools, o los trifles, o el Eton mess, y todos son básicamente la misma cosa: frutas y crema. En algún momento de la vida, supongo, a algún ideático de los que nunca faltan, se le ocurrió poner una rebanada de pound cake-seguramente del día anterior, si acaso- en el fondo del vaso, y bueno, la locura vino después.

El fin de año, para qué negarlo, sí sentí que me picaron la cresta. Tenía que hacer un postre que justificara la fama, caray, algo que de veras fuera el orgullo de la casa. Y me lancé a la creación de un postre en capas: gelatina-o gelée, que dicen los payasos- de frambuesa y jamaica, con una segunda capa de 'pastel de queso', para rematar con chispas de chocolate. Hubiera querido terminar con ganache, pero me pareció mejor contraste de textura. De modo que, a nivel experiencia hacer vasitos no era algo nuevo. Pero, para la ocasión, consideré que era mejor algo más ligero, que aprovechara las frutas que nos da el verano.
Pero...¿cuál era la ocasión? Un cumpleaños en casa, ni más ni menos. El cumpleaños de Daniel, para ser más exactos. Y decidí una buena mesa dulce para la ocasión. Para compartir, pensé en un pastel 'cebra', que es un marmoleado, sólo que la masa se vierte para formar círculos concéntricos que dan un efecto, al partir el pastel, de rayas como de cebra, precisamente, cubierto con un ganache hecho con una mezcla de chocolates y crema, y unos panquecitos de requesón y cereza. Pero hacía falta algo...algo un poco más ligero. Y los vasitos me dieron la solución.
No se puede creer que un postre con tres capas distintas, una de pastel de chocolate, la otra de compota de frutas y las última de mousse se pueda llamar ligero. Sin embargo, en comparación con un pastel que lleva cuatro huevos y una taza de aceite, cualquier otra cosa parece ligera. Y mis vasitos entraron en esa categoría por sí mismos, sin necesidad de la comparación. Porque, a pesar de llevar una base de pastel de chocolate, el pastel es un chiste que no lleva huevos ni leche, la compota se hace con una cucharada de azúcar, y la mousse no lleva crema, sino yoghurt, y una clara de huevo.
Como digo, el pastel es un chiste. Se mezcla y se hornea en el mismo traste. Sólo se ensucia la taza de medir y un traste donde se funde la mantequilla. Y queda un pastelito esponjoso, húmedo, y con un sabor a chocolate...divino. Más, si se le mezcla 1/4 de cucharada de polvo de cinco especias. Lo que hice fue hacer mi pastel de antemano, dejarlo enfriar y cortarlo con la boca de los vasitos, para que quedara del tamaño exacto.

Luego, viene la segunda capa. No puede ser más sencilla. Simplemente tomé unas cerezas, las deshuesé-una parte las usé para los panquecitos, otra parte para la compota-, las puse en un cazo junto con unos duraznos de Chihuahua cortados en cubitos y una cucharada de azúcar, los puse a fuego bajito, tapados, me esperé a que largaran el jugo, y fue todo. Luego, es cosa de enfriarlos muy bien, y ya está la compota.





Una vez que estuvieron listas las primeras capas, preparé la mousse. Mucha gente se espanta ante la sola idea de una mousse. Pero no necesariamente tiene que ser una cosa cargada de crema y demás. No. La mía, para esta ocasión, fue muy simple. Batí una clara de huevo con una pizca de azúcar a punto de merengue. Después, batí queso crema con una infusión de manzanilla, un poco de azúcar y yoghurt, a lograr una crema, no muy espesa, no muy suelta. Le agregué, para redondear el sabor, un poco de miel de maguey, y listo.




El armado fue muy sencillo. A las capas de pastel les añadí algo de jarabe simple hecho con una parte de agua y una de azúcar, a lo que añadí café soluble. Como estaba algo seco el pastel, le puse unas cucharadas de vino blanco. Luego, distribuí cucharadas de compota.



Y terminé con una capa de mousse.


Para terminar, el toque: la velita.
Parece mentira que el proceso se haya extendido tres días. Pero la verdad es la mar de simple: el día anterior se hornea el pastel y se hace la compota. Se deja enfriar todo. Al día siguiente se hace la mousse, en lo que se enfría se hace el almíbar, se corta el pastel, se arman los vasitos y se ponen a refrigerar, Fácil, ¿no? Súper sencillo, súper especial. Y, para los que guardan la dieta, nada mejor que un pastel ligero, fruta y queso, todo en uno. Y, ¿por qué no?, para los que se quieren lucir, es de esos postres de 'quedar bien sin sobarse el lomo'. Casi una confección impostora...pero con todo hecho en casa.

viernes, 3 de abril de 2009

Desastres culinarios, o cómo hacer un sandwich con pan sin nalgas

Desastres nos pasan a todos. Desde a aquéllos para los que entrar a la cocina es una odisea de pesadilla, ya que saben que, en cuanto entran las ollas se ponen a gritar, el grifo se niega terminantemente a proporcionar agua y la materia prima principal se esconde en los rincones de la alacena, disimula su existencia tras una bolsa de plástico en el refri, o, como los camaleones que cambian de color, desarrollan, a voluntad, capitas de colores chistosos, que pueden ir desde el rosa mexicano hasta el azul marino para que se piense que, o ya se echó a perder, o que a eso no se le puede llamar comida, hasta a los que gozamos de cierta experiencia y habilidad en la cocina, para quienes no es tan complicado crear platillos comestibles-a veces más, a veces menos-con cierta frecuencia.
Supondríase, entonces, que para el segundo grupo, la labor cocineril no debiera tener los tintes de pesadilla de que se tiñen las experiencias de los menos aventajados. Supondríase que, al gozar de una mayor experiencia, se conocen mejor los elementos que intervienen en la preparación de un plato, se sabe qué utensilio es el más adecuado, dependiendo de lo que se va a preparar y el tipo de cocción que requiere, y se tiene más tino a la hora de elegir entre los múltiples productos que ofrece el mercado para mantener la frescura y bienestar de los ingredientes. ¿Sí? Pues no.
Porque, señor, resulta que el mercado hoy día ofrece únicamente una marca de papel encerado. Y ese maldito papel-que, si en este momento doy la marca es para hacerle un gol a la inversa-Reynolds no sirve. En absoluto. Supónese que la función del papel encerado, cuando se utiliza para recubrir los moldes o charolas en donde irán al horno ciertos productos, como panes y galletas, es la de evitar que las masitas se peguen a los moldes, facilitando, no sólo el sacarlos de los mismos, sino el lavado de los trastes. Pues no. El otro día, al tratar de sacar una focaccia de la charola donde se había cocido, misma que teníamos perpretrado utilizar para hacer sandwiches-¿sandwiches? ¿Con focaccia? Y bien, ¿a mí qué me va lo que digan los malditos puristas del pan a quienes nunca se les había ocurrido?-, resulta que, de la charola salió de mil amores, el problema empezó al tratar de desprender el papel de la base de la misma.
Y no era la primera que nos hacía el malhadado papel. Lo había usado ya anteriormente para forrar mis moldes y sacar panes, pasteles, panqués y demás. Me los dejaba un poco amorfos, pero nunca había sido nada de cuidado. Digo, lo que confecciono es para comer, no para meterlo a concursar. Hasta el fin de año, que sucedió nuestra primera tragedia. El cocinero invitado-el infatigable viajero transcontinental- había elaborado un 'crocante de queso con ajonjolí caramelizado' para acompañar la ensalada. Guau, qué refinamiento. Lástima que no duró mucho el tal, ya que, al tratar de desprenderlo del papel, resultó que todo, o casi todo, se había adherido insistentemente al mismo, y las porciones que se sacaron resultaron inutilizables. No eran más que miguitas, excuso el decirles, para que nadie nos tache de desperdiciados. Lo bueno es que privó el buen ánimo, a pesar de que la galleta se fue al cubo de la basura casi en su totalidad.
La segunda grande vino cuando se me ocurrió que para el brindis del fin de año quedaría bien un pionono salado. Ojó. Una hora de estar soportando el ruido que mete la batidora de pie, luego que hay que hacerlo todo en friega para que no se dé al traste la hora de batido, luego al horno doce minutos...y cuando traté de despegarlo del papel, todo se rasgó. Ingenuamente pensé que si lo despegaba una vez y lo enrrollaba, no habría ningún problema. Cuál. Se volvió a pegar. Y se volvió a rasgar. Lo bueno es que, a pesar de todo, el chico parece que salió bastante fotogénico-después de ponerme casi de rodillas para rogar a los fotógrafos que obviaran el lado siniestrado-. Tres kilos de páprika-y miles de mentadas y un berrinche fenomenal- después, más o menos quedó así:

Pero dicen por ahí que la tercera es la vencida. Después de estar contemplando más de un día la masa de la focaccia en ciernes, de menearla con todo el cuidado posible-'para que no se rompan las burbujas de aire', que dicen los entendidos-, de estarla estirando a intervalos de veinte minutos, y en fin, de estarla mimando más de lo que suelo hacer con el perico por un espacio de más o menos tres horas al hilo, se me ocurrió que sería una buena idea, en vez de engrasar la bandeja, forrarla con papel encerado. La burra al trigo. Al salir el pan del horno, como ya dije, de mil amores salió de la bandeja. Pero no del papel. Se había simbiotizado-¿se dice así?- con el papel, al grado que prácticamente no se veía. Bueno hubiera sido que se hubiera hecho una con el pan al grado de pasar desapercibido. Pero el regustito a papel era inconfundible. De modo que, para no echar tanto trabajo a la basura, optamos por cortar la corteza inferior, con todo y papel. Y les presento la exclusiva creación de la Cocina Confusa: el Pan sin Nalgas.
Lo que nos obligó a ingerir sandwiches igualmente sin nalgas. Nada que no se solucione con algo de pechuga de pavo, queso y unas rebanadas de aguacate. Poco vistoso, a lo mejor, pero bastante sabroso:
De cualquier forma, ya estábamos aburridos de que, ahora sí, tiro por viaje, el papelito estropeara casi todo lo que tocaba. Y después de mucho-bueno, ni tanto- meditar qué haríamos con él, llegamos a la siguiente conclusión:


En nuestro siguiente periplo a la plaza Fiesta, o algo así, que aloja una tiendita de repostería bastante fresa, hemos decidido invertir al menos cinco pesos en un pliego de papel sulfurizado. Y en el ínter, las siguientes focaccias se fueron al horno como Dios manda: en una charola engrasada y enharinada. No fuera la de malas...

lunes, 2 de marzo de 2009

Encuentros afortunados

Lo bueno de tener gente tragona en casa es que los experimentos culinarios que salen de mi cabeza o de las múltiples páginas de Internet que consulto cada que quiero o requiero una nueva receta, rara vez terminan en el bote de la basura. Las más de las veces, dicho sea sin-mucha-vanidad, son glotonamente consumidos 'hasta no verte, Jesús mío', que dijeran los borrachitos, para luego enumerar las deficiencias encontradas en los mismos, de lo que surgen ideas para mejorarlos o de plano, para no volverlos a hacer.

Sin embargo, al margen del palerismo gastronómico de que me he visto rodeada-con deshonrosas excepciones, claro está- casi desde que realicé mis pininos en la cocina, han habido cosas que han salido de la misma francamente abominables. Me remitiré a una sola cosa, objeto de mi presente reflexión: los 'biscuits'. Ya mis amables lectores se encargarán de recordarme lo que-a propósito- haya dejado fuera.

En una de esas ocasiones de preparar comida 'para quedar bien', se me ocurrió la brillante idea de hacer una comida estilo 'sureño'. Ya saben, pollo frito, biscuits, puré de papas, y, para no bajarle al tono gringo, crema de jitomate. Pues bien, al parecer, al principio todo iba a pedir de boca. El pollo había quedado convenientemente rebozado, la crema iba bien, en fin. La cosa empezó a ir un tanto cuesta abajo cuando acometí la elaboración de los mentados panecitos. Como es mi costumbre, manosée la receta, no la seguí al pie, y bueno, también he de confesar que las instrucciones no eran del todo claras. Acabé con unas cositas bastante duras, que, si algunas fueron consumidas, fue merced a que acababan de salir del horno, y, acá entre nos, es bastante difícil sustraerse al encanto de algo recién hecho. Lo malo vino al día siguiente: parecían pedazos de papel mascado salidos de una bolsa de conocido garito de pollo frito.

Tiempo después, volví a acometer la tarea de preparar, un domingo por la noche, mi famoso 'menú sureño'. A pesar de seguir esta vez las instrucciones, según me pareció, al pie de la letra, los panecitos no corrieron mejor suerte. Nuevamente salieron duros, resecos...prácticamente incomibles al día siguiente. 'Me doy', dije. Los panecitos habían conseguido lo que ningún plato hasta la fecha: darme pesadillas hasta el punto de no querer oír hablar más del peluquín.

Sin embargo...ah, entre tragones te veas. Hace una semana, exactamente, Daniel y yo fuimos al Sótano a buscar un libro. En cuanto divisé la sección de libros de cocina, ¡pies, para qué os quiero!, salí disparada a ver qué ofrecía la librería. Ya traía el gusanito de adquirir un libro nuevo de cocina, pero la vez que fuimos a Libros, Libros, Libros, me pareció que los $345 que costaba un libro de panadería artesanal estarían mejor empleados en libros para mi tesis. De cualquier forma, no pensaba yo en gastar en un libro de cocina. Así que cuando vi el volumen dedicado al pan de la colección de Williams-Sonoma, me puse a ojearlo con una avidez cual si de una comedia de la Restauración se tratara. Me gustó el librito. Buenas recetas, bonitas ilustraciones, las explicaciones parecían sencillas y a la vez detalladas...decidí ponerlo en mi canasta de 'buenos deseos, ahí para cuando tenga la lana'. Lo cual puede significar, o la próxima quincena, o los próximos dos años. En ese momento, llegó mi hado padrino y con su varita de virtudes plástica y de color azul me dijo: 'te concedo un deseo'. Claro está que a mi hado padrino lo mueven intereses ajenos al premio de virtudes o buenas conductas: diría yo que le interesa lo que salga en el libro porque en un momento no muy lejano, lo mismo saldrá del horno a la mesa. Sabe perfectamente que no soy como esa gente que compra libros y libros, o archiva toneladas de recetas para pasarse la vida entera cocinando siempre lo mismo. Y sabe perfectamente que el pan hecho en casa se ha convertido en una de mis/nuestras debilidades últimamente. Así que el hado padrino le dio el tiro de gracia a la fuerza de voluntad, y salimos de la librería con el libro en una bolsita muy mona. Gracias, también, a que el hado padrino es un ferviente miembro de la 'Cofradía de los Tragones'.

Al llegar a casa, seguí ojeando el libro con igual avidez. Me encontré un par de piedras en el zapato. Un par de recetas de 'biscuits', a saber. Chale, pensé, las mugritas estas me persiguen. E insensiblemente lei una, dos, tres veces las recetas. Como dije anteriormente, las instrucciones eran claras y detalladas, precisas en cuanto al método empleado para mezclar la masa, paso en el que, estoy convencida, se hallaban todas mis dificultades y mis pésimos resultados. Hasta que ayer, en una crisis de panificación, tras dos semanas enteras sin amasar absolutamente nada, me decidí. No tenía muchos ánimos de pasarme toda la tarde contemplando una masa mientras se fermentaba, y, dicho sea de paso, la idea de hacer unos panes 'rápidos' me anduvo rondando todo el fin de semana. Así que, unas vez estuvo prendido el horno, en lo que se cocía el pavo y un pie elaborado con el relleno sobrante de una tanda de canelones elaborada la semana pasada, me puse a transcribir la receta de los mentados 'biscuits'.

Dificultad número uno: la receta está pensada para elaborarse en procesador de alimentos. Como yo no tengo uno, ni espacio para almacenar dicho trasto, tuve que pensar en la forma de seguir el procedimiento, lo más fielmente posible, pero con todo a manita. Primero, y a falta de un estribo, me di a la ardua tarea de cortar la margarina en la harina con dos cuchillos, procedimiento que he seguido siempre que me encuentro con que 'hay que integrar la grasa bien fría en la harina en el procesador'. A la hora de integrar los líquidos, no se me ocurrió nada mejor que 'apuñalarlos' con una pala de madera en la harina, para evitar la fricción hasta donde fuera posible. Y para evitar el manosear de más la masa, problema que parece enorme cuando de confeccionar estos panecitos se trata, opté por extender la masa a mano y cortarla en rectángulos. Debo decir que las instrucciones para integrar la masa fueron lo bastante claras respecto a cómo debe de hacerse: debe de seguirse un procedimiento al que los entendidos llaman 'fresar', que no es otra cosa más que con la palma de la mano ir integrando los ingredientes 'menos de doce veces', dicta el libro. Contando, contando, no lo hice ni la mitad de las veces. Coyona que soy a veces. Y finalmente preparé mi charola con un tapete de silicón-maravillas de la tecnología que evitan andar engrasando y enharinando o usar papel encerado-, acomodé mis bultos informes, y se fueron al horno.

No conté los minutos de pánico que pasé desde que se fueron al horno los dichosos panecitos hasta que salieron. Baste decir que cuando le di la vuelta a la charola, me encontré con una sorpresa de lo más agradable: sin estar barnizados ni nada los panecitos estaban adquiriendo un tono dorado bastante interesante. Unos minutos después, los saqué del horno, no fuera que se resecaran y pasara lo mismo de siempre. Cuál no sería mi asombro, cuando, al tocar uno, me encontré con una superficie dorada y quebradiza y un interior suavecito y esponjoso. No quise cantar loas antes de tiempo. Pero a la hora de probarlos, se abrían a la mitad con la sola presión de la mano. Por dentro estaban esponjosos, y por fuera, doraditos. Justo como tenían que haber quedado. Por no decir que, con una leve tostada, sin abrir, hoy en la mañana cayeron de perlas, uno con pavo y el otro con mermelada. No se habían resecado ni endurecido.

Por eso hablo de encuentros afortunados. De no haber sido por el libro, le seguiría teniendo pánico a los 'biscuits'. Sin embargo, encontré una excelente receta que me sacó del atolladero, que no sólo decía qué había que hacer, sino cómo y por qué. Creo que a veces la mala experiencia culinaria parte de una receta mal dada, mal transcrita, o con instrucciones pobres. No reniego de la primera receta, que procede de un sitio muy confiable en lo general. Simplemente apunto que escribir un libro de cocina no es tan sencillo como parece. Es casi como escribir un instructivo: si no es lo suficientemente prolijo en sus explicaciones, se corre el riesgo de que, al armar el escritorio, una de las patas quede en la superficie y las piezas terminen no embonando entre sí. Lo que origina no pocas mentadas, y que el escritorio vaya a dar irremisiblemente al almacén de donde salió, que quedemos dándonos a todos los diablos y no nos queden ganas de armar absolutamente nada más complicado que un avioncito de papel, por no hablar que tendremos que estárnoslas viendo con operarios carones cada vez que adquiramos un mueble que no esté completamente armado. Exactamente lo mismo sucede en la cocina. Sólo hace falta alguien que sepa explicarnos, a los que somos un poco tardos, cómo se hacen las cosas. Y de ahí en adelante, todo marcha sobre ruedas.

miércoles, 21 de enero de 2009

La nueva jerga culinaria, o cómo infusionar ingredientes

Últimamente, y con la afición que le hemos tomado a ver el canal gourmet, me ha sido dado contemplar como la nueva jerga gastronómica se ha tornado, además de innecesariamente pomposa, lastimosamente estúpida.
Porque señores, una cosa es soltar galicismos sin ton ni son con la eterna justificación de que no sólo los grandes cocidos culturales se preparan en Francia, sino también la 'gran cocina' del mundo es precisamente la que proviene de las mismas latitudes, y gracias a lo cual, innumerables platos, así como procedimientos, han recibido sus denominaciones-casi podríamos decir que de origen- en francés. No se justifica, en mi opinión, en la mayoría de los casos, ya que no vale decir que hay que tener listo un tomate concassé, cuando muy bien se puede decir que hay que pelar y despepitar el antedicho fruto y picarlo en cubitos. Obviamente hay casos en los que sonaría muy cucho a oídos de los más refinados gastronómicos, huelga decir, aunque de todas formas, de que hay equivalentes en nuestra rica lengua de Cervantes, ni dudarse. Por ejemplo, el caso del soufflé. Supongo que a muchos les sonaría nada chic decir un inflado, sin embargo es lo que más se aproxima al vocablo francés, o una espuma en vez de una mousse, a pesar de que muchos afectados estilistas empléen el vocablo español sin detrimento de sus habilidades o su exquisitez.
Lo peor, sin embargo, no es la aplicación de galicismos en un intento de colocarse en una categoría aparte-ya que nunca va a ser lo mismo pelar, despepitar y picar en cubitos un jitomate que preparar un tomate concassé; lo primero, lo hace cualquier cocinera/o de peor fonda, ah, pero para lo segundo ya se fue a la escuela gastronómica, hagan ustedes el favor-, sino el mal empleo de terminajos pedidos en préstamo al inglés, declinaciones bárbaras por decir lo menos de los verbos, e ignorancia general del idioma español, misma que no sé todavía si pretenden tapar o de plano creen que se oye mejor, o piensan que es la jerga.
Por jerga se entiende el lenguaje propio de una profesión. Por ejemplo, un médico le llamaría amígdalas a lo que nosotros vulgarmente le llamamos anginas. Un comentarista de fútbol habla de penas máximas, sin que se refiera a la pena capital, pero la misma idea, que en fútbol evoca un penalty, en labios del abogado no puede sino sonar siniestro. Lo anterior intenta ilustrar brevemente lo que en realidad es la jerga: hoy día, sin embargo, la jerga no es sino un vulgar pretexto para introducir barbarismos al habla propia de cada profesión. No falta que en alguna dependencia gubernamental se recepcionen trámites, o que en algún banco se aperturen cuentas. Podría pensarse, sin embargo, que no se les puede pedir mucho a los burócratas o a los empleados de los bancos en cuanto a conjugación de verbos y declinación de adjetivos y/o sustantivos. Pero a personas que se precian de ser los baluartes modernos de la exquisitez, o los nuevos sumos pontífices del 'saber vivir', o las luces que convierten, de simples seres humanos en 'gente' al resto del género humano parece francamente imperdonable.
Recuerdo la primera sandez en ese tenor que escuché, hace ya unos años, de labios de Paulino Cruz. El mismo cocinero que viste ahora una filipina negra del canal gourmet, en los días en que iba avanzando por la senda de la exquisitez televisada merced a un programa del 'canal cultural', soltó un rebuzno capaz de hacerse desinflar al soufflé mejor elaborado: en medio de su rimbombante receta, dijo, en perfecto subjuntivo, 'que se infusionen'. ¡Que infundan, pendejo!, ladramos mi hermano y yo a una. El choque causado por una expresión tan malsonante-no la de mi hermano y mía, cabe aclarar- y lo pretensioso del programa nos pasmaron a tal grado, que ahorita no podrá precisar de qué se trataba la mentada receta. Poco imaginaba yo que esa sería la primera de muchas, muchísimas estupideces más sancionadas por la nueva jerga culinaria.
Sumito Estevez, máxima figura culinaria de Venezuela, en quien encarnan mejor que en ningún otro las virtudes del capitalismo que el simio que gobierna dicha nación pretende extirpar en provecho propio, pontifica que un sandwich así como lo comemos todos, no es digno de la 'gente'. Hay que infusionar múltiples ingredientes, grillar vegetales, y ponerlo todo en un bol. Si no entendieron, déjenme que les traduzca de ese dialecto incomprensible al español. Lo de la infusionada quedó aclarado en el caso anterior. No así lo de los vegetales grillados, que no son más que verduras a la parrilla, que no arbolitos metidos a política, y el mentado bol no es más que un vulgar tazón, de esos que casi nadie compra porque para flanera están muy grandes, y que algunos fabricantes de batidoras han dado en incluir en sus batidoras de pie. Cada que oigo lo de los vegetales, supongo que se están cocinando no sólo verduras, sino cortezas de árbol aderezadas con alguna florecita por ahí, guarnecidos con una generosa porción de sabroso pasto.
Los cocineros argentinos son algo especial. Si uno les habla de las Malvinas refiriéndose a ellas como las Falklands, son capaces de mentarle a uno la madre, o dirigirles el peor insulto que el habla gaucha les sugiera en ese momento, y las invasiones inglesas son un momento de su historia que prefieren olvidar o, en cierta forma, trivializar, tal cual Quino en memorable tira de Mafalda. Sin embargo, no paran mientes en llevar los ingredientes al freezer. Han llegado al extremo de inventarse un verbo para la operación de congelar: freezar. Si los ingleses no les dejaron más que amarguras y malos recuerdos, lo demuestran muy mal. Porque estos tampoco usan parrillas, usan grills. ¿Será acaso que el asador del horno les parece muy piojoso, comparado con las parrillas que se encuentran en algunas casas argentinas para elaborar sus asados, y por eso utilizan el término grill para el minúsculo asador del horno, o para la diminuta plancha que se emplea sobre la estufa, no sin cierta connotación despectiva? Vayan ustedes a saber.
Como si lo anterior no fuera suficiente, ahora los alimentos ya no se fríen. Se fritan. Así como se oye. Entre una declinación asquerosa muy en el estilo del infusionar, y una espantosa transliteración del italiano, dicho vocablo ha sentado sus reales entre la gente que presume de saber menear la olla. No me ha sido dado escucharlo en el multicitado canal, pero en esos foritos en donde se entera uno de por dónde le gira la piedra a la gente que a ellos entra con los más diversos intereses se escucha a cada rato. '¿Cuánto tiempo debo fritar tal cosa?', '¿Cómo se frita tal ingrediente?' y rebuznos semejantes se leen ya, desafortunadamente, con cierta frecuencia. No me extrañaría al rato escuchar cosas como 'hay que coccionar las calabazas diez minutos', o 'se deben batidear los huevos a punto letra'. Hasta terminar con una receta como la que sigue:
Hervidear tres tazas de leche. Una vez que han espesadeado, agregacionar media taza de azúcar y vainilla. Batidear cinco huevos, a que espumadéen. Agregacionarlos a la mezcla de leche. Fundicionar media taza de azúcar. Vertederla en un bol. Hervorear dos tazas de agua, agregacionarlas a una bandeja honda. Colocacionar el bol con la mezcla anterior, hornodear a ciento ochenta grados por una hora, o hasta que al insercionar un palillo en el centro, saliga limpio. Colocadear bajo el grill tres minutos, o hasta que la superficie se doradée. Servicionar frío, guarnicionado con galletas.
¿Qué tal? Me oigo como toda una entendida en cocina, ¿no? Lo malo es que lo único que estoy demostrando es una incapacidad total de emplear el español, ya ni siquiera con corrección sino con claridad. Y lo que es peor, entre la manada de jovencitos pretensiosos, que cada vez son más, que se inscriben en las escuelas gastronómicas a estudiar 'carrera de chef', o de 'licenciado en gastronomía' cada vez cunde más la moda de crearse una jerga aparte. Lo anterior, aunado a una falta de cultura galopante por parte de quienes entran a dichas carreras, da como resultado rebuznos que se justifican con el ya clásico 'es que así se dice en cocina, y aparte se entiende, ¿no?', explicación cateta que recibió Daniel como respuesta a una carta donde se señalaban las memeces lingüísticas de los sandios que conducen los programas del canal gourmet. Lo bueno es que son los que nos enseñan cómo ser gente. Que si nos enseñaran a hablar...imagínense nomás.
Post scriptum: olvidaba una de las más memorables necedades escuchadas últimamente. Ya no es mezcla de hierbas, ya es mezclum. De dónde sacaron tal barbaridad, no sabría decirlo. Sólo puedo decir que es la moda en Francia. ¿Cómo declinan para hacer su plural, pregunto yo? Si no tienen ni idea de cómo se conjugan los verbos en español, ni de como se declinan, por medio del uso del participio, a adjetivos, menos van a saber de formar un plural de una palabreja que algún pretensioso supremo se sacó de la manga para dárselas de saber latín. Algo que me queda claro es que el tal ni sabe latín, ni sabe francés, y es poco más que un analfabeta funcional que sabe cómo emplear un cuchillo y menear un sartén...como tantos otros.

lunes, 5 de enero de 2009

Queridos Reyes Magos:

En lo que espero a que fermente el pie de masa-a estas horas, imagínense nomás-, me sirvo dirigirles un pequeño mensaje.
Creo que en lo que va del año no me he portado tan mal. Pero, para mi mala suerte, sigo siendo la niña desidiosa y del 'orita que ustedes tan bien conocen-si no fuera por el último minuto, no haría nada-. Ya no hago berrinches, sólo cuando no me salen bien las cosas en la cocina. Y ya no peleo con mi hermano desde hace años, mucho menos a moquetes, lo cual en realidad no eran pleitos, más bien jugábamos al box, aunque terminaran las narices sangrando. No importa, no había mala uva en los guamazos, simplemente muchas películas de acción en nuestro corto haber.
Habiendo aclarado el par de puntos que siempre aparecían en mi cartita de la 'decepción del día siguiente', cuando encontraba que muy al propósito no me habían dejado algo de lo que había pedido, y tras la apología de rigor, sólo que ahora no empezó con un 'creo que me he portado bien', con lo que demuestro que por fin soy una adulta responsable de mis actos, prosigo con mis peticiones de rigor.
Para empezar, quisiera que me trajeran un gancho de amasar. No de los que se le adosan a las batidoras, que ya tengo unos, sino de los que son manuales. Porque he de decirles que luego me la veo en figurillas para amasar ciertas plastas pegosteosas que no hallo ni cómo manejar. Y, dicen los entendidos, que el mentado gancho es de gran utilidad para esos menesteres. O sea que, si quieren evitar que haga berrinches cuando no me sale la masa, está muy en sus manos el evitarlo.
Luego, quisiera una pala de panadero para sacar mis confecciones del horno. Si nunca se han metido a la cocina, no entenderán entonces lo que es estarse peleando con una pizza que se niega a salir del horno por más coacción que se le haga, y que esté en muy serio riesgo de quemarse, aunque lo que se queme no sea sólo la pizza, sino las manos de quien confecciona en el jaloneo. O estar tratando de sacar una charola plana con unas pitas que no hay que secar en exceso. A veces, las pinzas se resbalan de las manos, la charola se resbala, y desgraciadamente aterriza en un antebrazo, una mano, o de plano la pierna. Para evitar accidentes, y múltiples gruñidos cuando no alaridos de lo más altisonantes-que, les informo aunque segura estoy de que ya lo saben, he cambiado uno, no sé exactamente cuál, de mis defectos infantiles por el de soltar maldiciones a cual más coloridas, principalmente cuando suceden cosas como las anteriormente descritas-, quisiera la pala, para facilitarme las tareas en el horno y evitar que se me quemen, o los panes o mis miembros, lo cual a su vez evitaría que aflorara mi 'nuevo' y feo defecto. Nuevamente, está en sus manos hacer que me porte mejor.
Tras una pausa, para evitar un derrame tóxico-el pie estaba a punto de desbordarse, lo que hubiera dado ídem a una nueva tanda de maldiciones, nada recomendable dado el día-, prosigo. Me gustaría también una dotación de los libros publicados por los más connotados panaderos del orbe. Acá por estos lares, como dice Daniel, se carece de la cultura de hornear el pan en casa, de modo que es lastimosa la sección dedicada a panadería de cualquier librería, cuando se encuentra algo, claro está. Así que no me vendrían mal los tratados del señor Hammelman, del señor Reinhart o del señor Lepard. Aunque estén en inglés, no importa, con lo que les demuestro que solía hacer bien mi tarea de dicha materia.
Pero, está visto que este año, no serán ustedes Melchor, Gaspar y Baltazar. Más bien serán la King Arthur Flours, que son los que distribuyen dichos productos, aunque los libros y las palas pueden encontrarse en Amazon fácilmente. O sea que mi petición irá debidamente cursada, previo depósito anexo por concepto de costo del producto y gastos de envío. Many thanks in advance.
Truthfully yours,
Patricia, in Mexico City, Mexico-not Missouri-.
P.D. I never thought the Wise Men or King Arthur could be so materialistic...but I guess that is the way things are when you are thirty years old and a working girl.

sábado, 3 de enero de 2009

¿Alguien gusta sopa de lima?

Cuando era niña, las limas no me gustaban. Con infantil lógica, pensaba que eran unas frutitas que carecían de sentido. Porque parecían limones, sin embargo no sabían a limón. Y la cáscara amarilla...¿cómo un cítrico de cáscara amarilla? Para mí eran unos cítricos que no eran tales, acostumbrada como estaba al ácido del limón, o al penetrante sabor de la naranja, o al dulce jugo de las mandarinas, que ponía perdidas las ropas y las manos por igual. Pero la lima era otra cosa. No tenía la acidez de los limones, ni la dulzura de las mandarinas, ni el sabor de las naranjas. Me parecían unas frutas carentes de todo: no las podías comer así nomás, ya que pelarlas era tan difícil como pelar un limón a mano, y si las tratabas de exprimir salían tres gotas de jugo y dos kilos de pelos, amén de una tonelada de semillas después de ardua labor con el exprimidor, dado el grosor de la cáscara. No entendía como los demás niños de mi familia se abalanzaban sobre las limas que caían de las piñatas. Por mí que se despellejaran, pero que me dejaran al menos una jícama o un par de mandarinas, a poder ser sin siniestrar.

Unos años después, y ya inmersa en el periplo gastronómico, encontré una receta de la joya de la corona gastronómica de Yucatán: la sopa de lima. Me pareció una cosa sencillamente repugnante, amén de que no se justificaba el apelativo de sopa 'de' lima, ya que, según recuerdo, la dicha receta incluía un caldo elaborado con menudencias-que no tolero en absoluto-, y no sé qué tantas cosas más, pero a la que al final se le agregaban, al momento de servir, rodajas de lima. No me pareció atractiva en absoluto la dicha receta, de modo que continué básicamente peleada con las limas hasta hace una semana.

Me enfrentaba al problema que tenemos el común de los mortales cuando de decidir qué se hace con todo lo que sobró de la Navidad se trata. Porque muchos hacemos la clásica patochada de preparar una ingente cena de año nuevo cuando todavía tenemos atiborrado el refrigerador con las sobras de Navidad. Esta vez, sin embargo, decidí enfrentar el problema con un poco de sentido común y tratar de aprovechar lo que ya tenía, sin por eso excluir la preparación de una ingente cena de año nuevo.

Unos días antes, reposaba en el refrigerador, tranquilamente, una pierna ahumada de pavo, a la cual, tras varios cortes, le sobraba algo de carne. Como todos sabemos, el pavo ahumado desarrolla unos tendones de lo más duros, de modo tal que la carne que queda más pegada al hueso, y que según los que saben 'es la más sabrosa de roer', se vuelve casi inaccesible. La solución se le ocurrió a Daniel: fanático de las sopas, caldos y demás preparaciones aguadas que yo me puedo saltar por completo, optó por cortar el hueso por la parte de la coyuntura, y a lo que le quedaba carne, lo puso en agua caliente con un poco de arroz. El resultado no fue desagradable en absoluto. Quedó un caldito bastante magro, con el sabor del ahumado, y para redondear, el arroz le dio un gusto a sopita muy agradable. De modo que no me pareció mala la idea de emplear el esqueleto remanente del pavo crudo para hacer un 'fondo', que dicen los entendidos en cocina.

Habíamos planeado una 'mesa mexicana' para el fin de año. No de esas que proliferan en espacios extranjeros, plagadas de cosas raras-posmodernas versiones del 'Mel poblano'-, sino una de a de veras: la pierna, la solicitamos cortada en trozos grandes, para poderlos aderezar y hornear como 'carnitas', taquitos dorados rellenos del pavo sobrante...¿y la sopa? Como primera opción, me planteé una clásica sopa de hongos. Pero, tras los resultados obtenidos con el 'caldo' de la pierna ahumada, me vino como súbita inspiración hacer 'sopa de lima'. Me he dado cuenta que las sopas que más me gustan son con base de caldo, no muy pesadas y con relativamente pocos ingredientes. Así que me di a la tarea de buscar una receta de sopa de lima. En absolutamente todas la base de dicha sopa era caldo de pollo, pero caray, no iba yo a desperdiciar el pavo que ya teníamos, o sea que, después de decidir que la sopa no se ofendería por el cambio, pergeñé mi muy personal interpretación de la receta. Faltaba decidir sobre el postre. Y, como en una cen anterior había tenido mucho éxito empezar y terminar con los mismos ingredientes, pensé que sería una buena idea terminar con una mousse de lima.

El tiempo, el eterno enemigo de las cenas pantagruélicas que se preparan el mismo día que van a ser servidas, me metió el pie en cuanto a mis nobles propósitos de hacer un fondo. Porque, tras una hora de hervido, el pavo apenas se había calentado, y había que enfriarlo muy bien para poderle colar la grasa, de modo que opté por recurrir a la chapuza. Después de extraer la carne del caldo y dejar solamente un ala, para dar sabor, opté por recurrir al máximo pecado gastronómico: el cubito. Luego de agregar el cubito, agregué unas verduras tostadas en el sartén, para dar más sabor, unas hojas de cilantro...y como que algo estaba faltando. Porque caray, si va a ser sopa de lima, pues señor, tiene que saber a lima. De modo que le agregué la cáscara de una lima cortada en tiritas. Déjenme que les diga que mientras pelaba, cortaba y exprimía las limas para el postre, el aroma que se esparció por la cocina me pareció de lo más interesante. Era exactamente el mismo aroma que me disgustaba de chica, pero ahora, conforme cortaba la cáscara en tiritas, me pareció, no un olor, más bien un perfume: sutil, suave, ligeramente dulce. Eso mismo me convenció que para agregarle enjundia al caldo, debía de hervir con unas cáscaras de lima desde el principio. Mientras, seguía exprimiendo limas para el postre.

Cuando tuve el jugo en un cacito, no me faltaron ganas de echarle un trago. Pensaba, también, en todo lo que no me gustaba de las limas cuando era niña, que era justamente lo que ahora me estaba encantando: el olor sutil, el sabor suave. Con cuidado, agregué el azúcar. No quería que el dulce me fuera a comer el sabor que justamente quería desvelar. Y, dudándolo mucho, le agregué unos arándanos secos. Dudándolo, porque el arándano tiene un sabor muy fuerte, muy ácido, y no era cosa de arruinar el postre. Le agregué un buen golpe de ron, y dejé hervir unos minutos, hasta que se ablandaron los arándanos y yo seguía en el ozono, dándome las tres con el olor que salía de ambos cazos: el del postre y el del caldo.

Cuando se hubo enfriado el caldo, lo colé, dándome a todos los diablos por el exceso de grasa que es capaz de soltar el pavo, según 'una de las carnes más magras'...jojó, magra, narices. Y seguí reinterpretando la receta. En algunas se dictaba que había que agregarle jugo de lima al caldo, en otras que había que poner rodajas de lima, y finalmente mi hermano me dijo que había quienes se las aventaban enteras. No pudiendo decidirme entre método 1 y método 2, y método 3 habiéndome parecido francamente absurdo, escogí la solución de compromiso: exprimí la mitad de las limas y la otra mitad la rebané, agregándola al caldo en el que ya flotaban cebollas muy bien picadas, orégano y un morrón rojo-qué se me hace que le sacaron, porque lo más seguro es que lleve habanero en la receta original-, y las limas que había pelado las piqué en pedazos, para asegurarme que soltaran el jugo.

La conclusión del experimento gastronómico anterior puedo afirmar que fue bastante buena. La sopa tenía un color dorado bastante atractivo, producto de haber infundido-infundido, señores, no las memeces que se dicen por televisión-el morrón sofrito en el caldo, y del color de la cáscara de la lima, que no se entromete mucho pero aporta mucho aroma. Quedan bastante pachuchas tras hervir un poco, pero con retirarlas del plato basta. Y la mousse...qué les digo de la mousse, resultó una espuma blanca, con el sabor de los arándanos en el frente, pero el toque del jugo y la cáscara de lima en que se hirvieron los arándanos dejaba un remanente en la boca bastante apetitoso, suave y sutil como la misma lima.

Podría decir que me he reconciliado con las limas. Me ha gustado su sabor, su aroma, y lo que pueden aportarle a un plato. Me doy cuenta también, de todos los ingredientes que en ocasiones rechazamos porque simplemente de niños no nos gustaban, o tuvimos alguna mala experiencia con una preparación mal hecha que nos dejó un muy mal recuerdo, muchas veces imposible de superar, o simplemente las recetas están mal transcritas-no quiero hablar de las porquerías con que cierta cocinera solía regalar a las lectoras del Tele Guía allá en los ochentas- o no son muy fieles. Me he hecho el hábito de buscar más de una, con casi el mismo rigor con que busco algún dato dudoso cuando de mis trabajos académicos se trata. Y he llegado a buenos resultados, reconciliándome con algunos ingredientes, probando otros nuevos y tratando de reinterpretar recetas clásicas y probadísimas. Y definitivamente, voy a tratar de incorporar las limas más seguido a mi menú, en tanto la temporada me lo permita. A propósito, ¿alguien quiere un tazoncito de sopa de lima?

Recopilando

No he estado echando el esqueleto, ni he dejado que este pequeño espacio de reflexión gastronómica se empolve. Sucede que, durante esta temporada festiva he estado con la cabeza metida en el horno. No porque mi deseo sea terminar con mi vida; nada más lejos de la realidad. Sólo que el horno no ha dejado de funcionar en esta temporada, para dar vida a las más variadas preparaciones, tanto dulces como saladas. En su debido momento, esto es, pasado el 6 de enero, fecha en que doy por oficialmente concluida la temporada con la consabida Rosca, daré un recuento pormenorizado del 2008, gastronómicamente hablando, acompañado, por supuesto, de las imágenes de rigor. Hasta entonces, la Cocina Confusa queda de ustedes.