viernes, 5 de diciembre de 2008

El primer gusto de fin de año

Me ha ganado la habapiriasis. El domingo, durante nuestro acostumbrado periplo al tianguis, y tras habernos embaulado la gorda tlaxcalteca de rigor, comenzamos la compra. Huelga decir que llevábamos ya rato discutiendo las posibilidades de las cenas de fin de año, que, al parecer, son gran preocupación en nuestra casa. No exclusivamente de, debo decir; es una preocupación que me traje conmigo de casa de mi madre, donde, al hablar de festejo, necesariamente se hablaba de comida. Poco importaba todo lo demás, lo importante eran las viandas que se irían a servir para conmemorar la ocasión, mismas que se preparaban en proporciones indignas de tres personas. Indignas, no por la calidad, sino que se preparaban en tal cantidad, que cualquier observador casual hubiera supuesto que ahí iba a haber un banquete para diez personas.


Decía, entonces, que los astros se conjuntaron. Habíamos barajado unas cuantas opciones, la mayoría con base de pescado, ya que no consumimos carnes rojas de ningún tipo desde hace un par de meses, unos panes, y a lo mejor preparaciones de verduras, o queso. Sin embargo, la puestera que vende chiles secos nos jugó una mala pasada. Junto a sus costales de moritas, pasillas y guajillos, descansaba plácidamente la pieza de pescado seco más bonita que había visto en mi vida. Justamente en semana de entregar trabajos casi finales, no está una para andar haciendo bacalao, que, en mi opinión, de todos los platillos de contemplación que existen, ese, sin duda alguna, se lleva la palma. Y es un plato al que hay que invertirle bastante, no sólo en lo económico, sino en la sección de paciencia y ganas de estar de pie un buen rato. Al principio como que no nos decidíamos. Preguntamos el precio. Muy módico, para pescado de tal calidad. Después de un rato de intercambiar miradas, decidimos dejarlo para la siguiente semana. Nos fuimos a visitar a los verduleros de cabecera, y parecía que ahí iba a terminar el episodio. Sin embargo, nuestra fuerza de voluntad no dio para tanto. Más tardamos en terminar la compra verduleril, que en regresar casi corriendo al puesto por el pescado. Lo pesaron, hicieron la cuenta, y pagamos, con la satisfacción de haber hecho una excelente compra. Regresamos a comprar lo que faltaba para la confección del plato, y regresamos a casa hechos unas castañuelas con nuestro pescado seco envuelto en una bolsa de plástico, despidiendo el clásico aroma de tienda de ultramarinos en fin de año.


Cuando llegamos a casa, sin embargo, me dio un ataque de pánico. ¿De veras iba a pasarme no sé cuántas horas preparando el dichoso pescado? Porque tenía que hacerlo, so pena de que se me echara a perder el kilo y medio de jitomates que le había destinado, por no decir que se iba a secar el manojo de perejil que había traído al propósito. Como no queriendo la cosa, traté de ignorar al pescado. Imposible. Cada que entraba a la cocina, el olorcito de tienda de ultramarinos se me colaba a la nariz. Un día, incluso, llegué a pensar que algo se estaba echando a perder. Pero no sirvió el jueguito mental: una vocecilla insidiosa me recordó que era el pescado que me estaba esperando. Ok, ya, para qué darle más vueltas. Un poco de planeación, y listo.


Así que el martes comencé con los previos. Poner a desalar el pescado y poner a fermentar la masa del pan que lo acompañaría. Cambiar el agua unas cuantas veces. Todo estaba listo el miércoles. La masa había fermentado y el pescado estaba listo para ser cocinado. El problema vendría a la hora de la mise en place, que dicen los entendidos en cocina. Porque se dice fácil preparar el bacalao, y más aún cuando se observan las ingentes cazuelas que preparan las señoras que se dedican a la venta de dicho producto en esta temporada, o cuando en cada carta de casi cada restaurante que se respete se encuentra dicho plato en el menú. Pero las complicaciones que me deparó el pescado fueron un chiste, comparadas con las dificultades que presentó la elaboración del pan.


Había decidido que para acompañarlo, quedaría bien un pan sin amasar. Dicha receta, publicada en el New York Times hace un par de años, hizo furor entre los blogueros gastronómicos. Todos se hacían lenguas sobre lo sencillo que resultaba, y lo bien que quedaba. Todo era cuestión de dejar la masa, que no lleva más que agua, harina, sal y una mínima cantidad de levadura, fermentar por doce horas, dieciocho a ser posible. El tiempo solo haría el milagro de desarrollar el gluten de la harina y mejorar en mucho el sabor, en comparación con un pan de fermentación rápida. De modo que me vendieron la idea y puse manos a la masa, literalmente. La primera mezcla, que es la que se deja reposar doce horas, quedó tal cual indicaba la receta. Los problemas comenzaron a la hora de tratar de empezar a manipular la dichosa masa, que ya para esas horas, había adquirido la consistencia de pasta de hot cakes espesa. Decidí seguir adelante con el proceso, con la mejor voluntad del mundo y un pánico de mil demonios. No había poder humano que hiciera que la masa tomara la forma de una bola, como dictaba la receta. Acomodé mi masacote en un trasto, lo tapé, lo encomendé a todos los poderes cósmicos, y lo dejé reposando otro par de horas, en lo que comenzaba con la elaboración, propiamente dicha, del pescado.


En lo que la masa más holgazana que he hecho en mi vida seguía con su laxa vida, cómodamente situada en mi tazón de bolitas, comencé la picadera. La cebolla, cual es costumbre, me saltó las lágrimas de los ojos. En lo que pensaba en las víctimas del terrorismo, en los niños de Somalia y demás, proseguí picando cebollas y llorando a lágrima viva, hasta que mi compasión por el resto del género humano terminó al abrir la ventana que da a la azotehuela. Tras colocarla en la cazuela, en la que ya había puesto una generosa cantidad de aceite de oliva extra virgen, si me hace usted el favor, me puse a picar ajos. Por una torpeza mía, la operación me llevó más tiempo del que debió. Porque, teniendo un par de cabezas de ajo de diente grandote, en vez de pelar y picar esas, se me ocurrió comenzar con los restos de otra cabeza de ajos, de dientes minúsculos. Después de darme de topes, tras haber pasado un buen rato pelándolos, decidí regresarlos a su hogar, en la repisita de la ventana, y proseguir con los dientes grandes. Terminada la operación, dejé que se confitaran-esto es, a fuego casi mínimo, el aceite despedía unas burbujitas pero no hervía arrebatadamente-un rato en lo que me daba a los diablos por no haber lavado el perejil el día anterior para que se secara adecuadamente. Rápidamente deshojé el perejil, del que hube de desechar la mitad, consecuencia de haberlo tenido radicando un día completo en la bolsa del mandado y un día más junto a la estufa, y, aventándolo en una coladera, lo lavé, tras desechar el momentáneo pensamiento de echarlo a la olla sin lavar. Lo piqué, rogándole a las mismas fuerzas cósmicas que velaban por mi plasta informe, que no se hiciera una pasta, según dicen que sucede las máximas figuras de la cocina televisada. Al darme cuenta que eso no ocurría, y tras echarles una maldición entre dientes, lo agregué a la olla. Súbitamente recordé que el pescado estaba todavía sin cocer, por lo que procedí a enjuagarlo por última vez antes de ponerlo a hervir, confiando en lo que la chica del puesto me había asegurado: que si lo dejaba de más en el agua hirviendo, se me iba a deshacer.


Nunca había cocinado con jitomate bola. La tradición dicta que se utilice jitomate guaje, amén de que ni a mi madre ni a mi abuela les gustó jamás el antedicho jitomate. El invitar a tan atípico huésped, entonces, no correspondió a una ruptura consciente de la tradición, obedeció a razones de tipo práctico: el jitomate guaje estaba horrendo, y aparte, carísimo. Los bola, por su parte, estaban cuquísimos: chiquitos, no de esos jitomatotes asquerosos de barra de ensaladas o de súper, y hasta con su rabito muy verde, muy rojitos pero no excesivamente duros. 'Puro de invernadero', me había asegurado el verdulero. Así que los despojé del rabito, los lavé y procedí a picarlos, no sin cierto temor de que el verdulero, en su afán de vender, me hubiera dado el camelo y estuvieran todos descoloridos por dentro. Afortunadamente no fue así, de modo que alegremente procedí a picarlos para agregarlos a la olla junto con todo lo demás, que ya a esas alturas despedía un olor que me gusta catalogar como de clásico de fin de año. Y es que la cebolla, el ajo y el perejil friéndose en aceite de oliva tienen ese no sé qué que me transportan de inmediato a la cocina de casa de mi abuela, donde mi hermano se encargaba de preparar el pescado, y mientras todo eso se freía, nosotros nos comíamos vivo a todo bicho viviente que tuviera la mala fortuna de ser miembro de la familia, entre grandes risotadas.


Una vez agregado el jitomate al sofrito anterior, comenzó la contemplación propiamente dicha. Porque si bien la mayoría de los guisos dictan que el plato está listo cuando el jitomate se fríe, en este caso hay que esperar a que se seque, so pena de que al día siguiente haya que tirar la olla entera de pescado a la basura. En lo que contemplaba al jitomate, me di cuenta de que había transcurrido hora y media. ¡Hora y media! Y la saqué barata. Prendí el horno y metí a cocer el refractario en el que iría el pan, ya que la receta dicta que se ha de poner al horno media hora antes de cocer el pan. Extraño, nunca supuse que los trastes requirieran de cocción, pero no fuera a ser la de malas que la receta me fuera a jugar su última y peor trastada por no seguir el proceso a la letra. Así que mientras le curaba los resabios de la juerga al jitomate y el trasto se cocía, me dispuse a desmenuzar el pescado.


La operación del desmenuzado del bacalao siempre me ha parecido asquerosa. Año tras año observaba a mi madre y a mi abuela llenándose las manos de pescado, separando espinas y pedazos de piel, conjunto que, de no ser porque las quiero mucho, me hubiera hecho salir corriendo de la casa con los pelos de punta y verlas en dicha actitud en pesadillas recurrentes. Esta vez me pareció menos repelente, ya que mi pedazo de pescado, empezando, no tenía una sola espina, menos pedazos de piel. Es más, a contraluz se podía observar todos y cada uno de los detalles de la estructura del pescado. No pudimos observar su composición molecular, porque ya hubiera sido pedirle demasiado. Así que, sin casi esfuerzo, desmenucé el pescado, mismo que casi se deshacía nomás de tocarlo.


Faltaban las papas. Chin, las papas. Justo cuando ya se está viendo la luz al final del túnel, no falta recordar ese pequeñísimo detalle que ya estábamos pasando por alto. Vi la olla exprés con cierto rencor. Siempre me da algo de flojera poner en operación mi hiperbólica olla exprés, pero más me da todavía bajarla de la repisa. De modo que llegué a la solución de compromiso. Como al jitomate le faltaban años luz para secarse, pensé que lo mejor sería agregarlas crudas y que se cocieran en el jugo del jitomate, justificándome con la idea de que quizá el sabor mejoraría. Así que las lavé, las pelé y le pedí a Daniel que las cortara como dos días atrás había hecho para la elaboración de unas papas a la Pushkin-que no son más que papas cocidas y fritas con cebolla, tal como las hacia mi abuela, misma que no presume de refinamientos gastronómicos-. Las agregamos a la olla, mezclamos el pescado y lo dejamos ahí, tapadito hasta que se terminaran de cocer las papas.


Faltaba lo que me arrancó más de una maldición: el pan. Tras verificar que el trasto estaba perfectamente cocido y quemarme los dedos, vacié la masa. En la receta se especifica que dicho proceso consiste en voltear la bola de masa de modo que quedara en el trasto con la costura hacia abajo. Pero ¿cuál maldita costura, si la masa no tenía consistencia de tal sino de pasta de pastel? Como pude vacié la masa, y la sémola con que la había cubierto tras haber hecho la 'bola', que no fue más que poner mi mesa perdida con toda la pasta que se pegó, quedó regada por toda la masa, arriba, abajo, en medio, en todas partes. La pasta siseó como gato enajenado al tocar el fondo hirviendo del refractario. Tratando de no hacerle mucho caso, la tapé y la metí al horno, marcando treinta minutos tras los cuales debía destaparse la masa. Y finalmente, respiré, aunque no todo lo libremente que hubiera querido, puesto que el pan, o lo que fuera a salir, todavía no estaba listo.


Al cabo de los treinta minutos, la masa esa había comenzado a dorarse y a dar un buen signo: se había despegado del refractario. Lo que no me puso tan buena cara fue el hecho de que se le estaba formando una costra sumamente dura. Porque una cosa es la corteza de un bolillo recién horneado y otra las durezas graníticas que se prefiguraban en la superficie del pan. Bajé la temperatura del horno, no fuera que se quemara, y lo dejé otra media hora, al cabo del cual salió un panecito que efectivamente hizo oler la casa a panadería, lo que me puso de buen humor.


Cuando saqué el pan del horno, las papas no habían terminado de cocerse, y el obvio producto de haber dejado la olla tapada se hizo evidente: había un hermoso charco formado en medio del pescado. No me importá demasiado, ya que las papas necesitaban un poco más de humedad para acabarse de cocer, de modo que volví a tapar la olla mientras contemplaba, no sin cierto horror, lo que se suponía que debía ser un pan, al que cada vez se le endurecía más la costra. Quizás era que, al irse enfriando, el manosearlo resultaba más fácil, o sea que fue en ese momento que nos dimos cuenta a carta cabal que había horneado un bloque de concreto, el cual, por cierto, presentaba unas fisuras en su superficie, mismas que me sumieron en el más profundo pánico, ya que se supone que a un pan, mientras reposa y se enfría, su misma corteza le ayuda a redistribuir toda la humedad entre la miga, y parte de la misma va a dar a la corteza, lo que produce que se ablande un poco. Como fuere, lo hecho, hecho estaba.


Al terminarse de cocer las papas, di el campanazo para sentarnos a cenar, no sin antes añadir las aceitunas a la olla. Y el producto de largas horas en la cocina aquí está:



Nótese que el pescado aún estaba hirviendo, pues no era cosa que guardara toda la humedad que se había juntado tras la larga cocción de las papas, aunque todo ya estaba en su punto. Y el pan, se ve de lo más mono, y no sólo eso, sino que al irlo partiendo, se fue ablandando la corteza como por ensalmo. Debo admitirlo, al principio Daniel hubo de coaccionarlo con el cuchillo eléctrico, ya que de otra manera el muy testarudo no se iba a dejar hincar el diente. Pero, una vez que casi nos arruinamos la dentadura con la porción de la orilla y que se pudo cortar la rebanada, nos sentamos a cenar.
¿Los resultados? No quiero sonar muy orgullosa de mí misma, pero para ser la primera vez que preparo el platillo, de cabo a rabo y hasta con pan, no quedó nada mal. Ese primer día, incluso, notamos que le faltó un poco de sal, falta que se subsanó al día siguiente gracias a la sal que largaron las aceitunas. El sabor que le impartieron el ajo y la cebolla más el perejil fue el justo, y el pescado no tenía ese regusto mariscoso, que dijera mi abuela, que es capaz de arruinar hasta la mejor preparación. Tenía el punto justo de jitomate, y la cantidad de papas fue la correcta. Las aceitunas a lo mejor escasearon un poco, pero tenía las suficientes para darle buen sabor sin llegar a hostigar. En cuanto al pan, nos sorprendió que la miga fuera húmeda, contrariamente a lo que pensábamos dada la dureza de la costra, y resultó un buen acompañante. Sólo nos faltó el vino, pero tal cosa era impensable ya que al día siguiente había que levantarse temprano para la chamba.
Esa fue nuestra primera cena de fin de año. Una gama de sabores que, desde los primeros pasos de la preparación evocan inconfundiblemente que el año está llegando a su fin. Y para mí, la mejor parte de este año que toca a su fin no serán las fiestas, ni los regalos, sino la comida, como siempre, y la compañía.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Cat Cora y la 'nueva cocina casera' gringa

Desde que por primera vez puse mis manos en un recetario editado en Estados Unidos, hace ya unos cuantos antieres-para ser precisa, hace 21 años, cuando aterrizó el horno de microondas Kenmore en casa de mi madre-, no ha dejado de llamarme la atención la manera de los gringos, tanto de redactar como de pasar sus recetas. Por una parte, son autorreferenciales ad nauseam. Y por otra, no deja de ser notorio el que, a pesar de hablar de 'comida casera', y más aún, preparada en horno de microondas-la panacea de los ochentas para la tan socorrida falta de tiempo-, de diez ingredientes, por poner un ejemplo, ocho procedan de latitas, sobrecitos, bolsitas congeladas y demás amenidades.

Por ésto me resultó de interés que en MSN ahora, junto con las recetas como se las encuentra uno en cualquier revista, publiquen videos de cocina. Yo sé que a más de uno no le ha de resultar extraño, ya que si el video de un escuincle chillón que finalmente cae de un tronco se publica en Internet, de todo se puede encontrar. Lo que me provocó estupefacción primero, y risa después, fue la idea que se tiene de la cocina casera.

Para mí, que tengo fuertes opiniones al respecto, la cocina casera significa salir al mercado a comprar tus ingredientes. Pongamos por caso, una sopa de verduras. Se compran las verduras, se lavan, y si es el caso se pelan, se pican y se sofríen. Luego, se muele el jitomate, que también se ha lavado, con un pedazo de cebolla y uno ó dos dientes de ajo, se cuela y se sazona en la olla en que radican las verduras sofritas. Cuando el jitomate ha perdido el sabor y olor a crudo-y no porque se haya ido de juerga-, se añade agua hirviendo, y si se quiere, un par de cubitos de caldo de pollo, si no, sal, pimienta, y lo que nos dicte la imaginación o las existencias de nuestra despensa. Se deja hervir hasta que las verduras se cuezan y listo. No puede ser más simple.
Parece que al ama de casa gringa promedio le parece imposible lo anterior. Porque, o mucho me equivoco, o la 'nueva cocina casera' que pregona Cat Cora se trata de recurrir a lo mismo de siempre, o sea, latitas, congeladitos y sobrecitos, sólo que ahora se apela a las múltiples opciones que dicta la nueva exquisitez, o a los milagros de la globalización en forma de sazonadores, condimentos, especias y demás traídos de las antípodas y puestas a la disposición, en la forma de la manera más adecuada de usarlas gracias a Cat Cora. Me explico: la susodicha señora da una receta para hacer una sopa, más simple que la que di anteriormente, con la ayuda de incontables procesados. Voy a pasar la receta más o menos como la recuerdo: hervir dos litros de caldo de tetra-pack, orgánicamente certificado según ella misma-mismo que cuesta, más o menos, cuarenta pesos el litro-, agregarle jengibre rallado sobre el caldo-única operación manual que se le vio hacer en todo el proceso, la de pelarlo y rallarlo-, ajo, igualmente rallado, chile de alguna botellita infernal hallada en algún mercado oriental parecido al súper ubicado en División del Norte, sólo que sin certificación orgánica, pollo deshebrado de charola-para lo cual tuvo que dar la explicación, o dar la alternativa de hervirlo en casa y deshebrarlo-, y voilà, la sopa estaba lista. En menos de treinta minutos.

Le puedo conceder la falta de tiempo. Lo que no concibo, en estos tiempos que dictan que lo verdaderamente exquisito sólo se puede conseguir si casi se ha visto morir a la res, es el exacerbado uso de procesados. No entiendo una cocina tan bipolar, donde unos, por una parte se empeñan en hasta hornear su pan en casa, previa elaboración de masa madre, y otros dicen que se puede comer 'bien' abriendo tetra packs y sobrecitos. ¿Será que la confusión gastronómica de un país que ni siquiera puede presumir de una cocina verdaderamente propia ha llegado a esos extremos? Vayan ustedes a saber. Lo que sí sé es que, de las recetas de Cat Cora, las menos. En primera, porque no me puedo dar el lujo de gastar ochenta pesos en la elaboración sólo de una sopa, por no decir, de la mera base de la sopa. Y en segunda, porque la cocina verdaderamente casera, como yo la entiendo, comienza en el mercado. Lavando, pelando e hirviendo ingredientes, no sacándolos de una bolsita o un tetra pack. Y aunque me falte tiempo, lo que me sobra es voluntad para poner algo rico, nutritivo y sin aditivos en mi mesa, cosa que, a pesar de que se quejan de la obesidad y demás problemas, los gringos no están dispuestos a sacrificar: su precioso tiempo para pasar en el antro, o viendo el fútbol americano, o haciendo vida social, así se hagan pomada las arterias o el hígado. Tiempo les va a faltar después para gozar de lo que podrían de haberse tomado el tiempo de preparar sus comidas en vez de comprárselas al Gigante Verde. Y los que nos, relativamente, sobamos el lomo en la cocina, seguiremos gozando de la buena vida y una mucho mejor mesa, riéndonos de los que, por falta de tiempo, nunca se tomaron el tiempo de hervir una pechuga de pollo a fuego lento, con sal, pimienta gorda y tomillo, para después tomarse el caldo. Y seguiremos haciéndolo, junto a una excelente hogaza de pan horneado en casa, mientras ellos tendrán que conformarse con la insípida comida de los hospitales.

viernes, 28 de noviembre de 2008

El pan nuestro de cada día

Mi locura por la comida finalmente desembocó donde debía: el pan. Mucha gente, aún los cocineros más avezados, sienten una especia de miedo pánico cuando se trata de elaborar pan. Aquí entre nos, yo no me sustraía al miedo, a pesar de que en mi experiencia cuento con la elaboración de masas que a más de uno le pondrían los pelos de punta, como el hojaldre. Sin embargo, ni toda mi experiencia de patissier amateur-que, considerando la carencia de guías audiovisuales como las que proporciona la Red hoy día, eran esfuerzos bastante heroicos-hacían que me decidiera a dar el salto a la elaboración de pan. Si a éso le aunamos que circulan toda clase de historias de horror referentes al pan elaborado en casa, como que es imposible hornear una hogaza decente en un horno casero, que no cualquier harina sirve y demás, el miedo estaba más que justificado.
Pero por algo se empieza: mis primeros tonteos con la levadura empezaron cuando vi unas cajitas de la misma en el supermercado. Tiempo atrás había ya adquirido levadura seca en una bolsita, pero poca o nula idea tenía de cómo era que se empleaba la cosa esa, de modo que la pobrecita corrió la suerte de Cleto: murió, murió, murió. Aparte de que todo mundo hablaba de 'levadura fresca', 'levadura de panadero' y demás perendengues, incomprensibles para mí. Absolutamente segura de que mi bolsita carecía de todo pedigree, la dejé morir en la alacena. Sin embargo, después fue que me topé con algo que, allá en lo más recóndito de mi cabeza, creí que podía funcionar: la levadura seca activa.
Primera intentona: una pizza. Nada espectacular, más de uno dirá que es con lo que todo mundo empieza. Siendo un hongo por naturaleza, ni idea tenía yo de por donde es que empieza la mayoría de la gente que se siente atraída hacia la elaboración de pan. O sea que, importándome un rábano serenado, puse manos a la masa. El resultado no fue de despreciar: una base doradita, crujiente y delgada que me hizo sentirme de lo más orgullosa de mi logro. Sin embargo, el aparente éxito primero no fue más que suerte de principiante. No es que mis demás intentos hayan salido abominables o incomibles-que no es por presumir, pero creo que nunca ha salido nada de mi cocina que la gente que me rodea no se haya avalanzado a devorar-, pero no eran enteramente satisfactorios.
Mis ganas de elaborar en casa productos que se conseguían procesados o industrializados, sin embargo, me llevó a una búsqueda que, sin temor a exagerar, puedo decir que me abrió una ventana a un mundo de posibilidades impensadas hasta ese momento. Sí, pues, una noche buscando una receta para elaborar pitas, ya que las que venden en el súper resultan del todo inadecuadas para elaborar shaverma, según Daniel, de cuya palabra no tengo la menor razón para dudar, emprendí la búsqueda en Internet de una buena receta que me diera las pitas que tanto ansiábamos: lo suficientemente gruesas como para poderlas cortar por mitad y rellenarlas formando un cono, algo bastante parecido a los gyros griegos. Las famosas pitas hasta ahorita no han resultado como queremos, sin embargo, abrieron la ventana al mundo del pan hecho en casa.
Soy lo bastante cobarde, por no decir soberbia, como para hacer mi masa madre. El pensar que el cultivo acabe en la basura como producto de un rotundo fracaso me paraliza. Lo cual no obsta para hacer panes menos 'sofisticados' pero igualmente elaborados. He de decir que el pan de muerto fue muy bueno, huelga decir que superior el resultado a cualquier pan comprado en la mejor panadería. Laboriosillo, claro que sí. Con harto orgullo debo decir que no cualquiera se enfrenta a la perspectiva de estar amasando con el mayor brío durante tres cuartos de hora, hasta que la bendita masa alcanza la consistencia requerida. Y luego, a hacerle los huesitos, la bolita y las lágrimas. El resultado me dejó lo bastante satisfecha como para entrarle a otro tipo de masas. Y ahora consumimos pan de caja hecho en casa. Pan de sémola, pan integral con centeno...las posibilidades son infinitas, gracias también a mi manía de andar manoseando las recetas y no dejar ninguna impune. A la que no le pongo acá, le quito allá o le sustituyo acuyá. Pero mis experimentos, hasta ahorita, han sido afortunados.
Así seguimos, esnobéandole a la comida. Es imposible dejar de ver con cierto asco el pan industrializado cuando se ha comido pan hecho en casa. Así como es imposible sustraerse al encanto que produce encontrar una receta nueva que no la concebimos fuera de nuestras posibilidades. Porque, con un poquito de tiempo y algo de buena voluntad podemos mejorar increíblemente lo que ponemos en nuestra mesa. Y de paso, dejar de quejarnos de que Bimbo nos está envenenando.

martes, 18 de noviembre de 2008

Los veganos, o los fundamentalistas de la mesa

Hace años, siendo más precisa hace más de veinte-¡Jesús!-, en un libro de esos que mi padre era muy afecto a comprar, o sea, de divulgación seria, pero escritos de chunga, con miles de chistes y monitos a porrillo, leí algo que me llamó mucho la atención. Al hablar de las ventajas de la automatización en la elaboración de un censo como de una simple entrada de datos a los que una computadora simplemente organizaba mediante criterios preestablecidos, se mencionaba, en el rubro de las religiones que profesaba la gente, algo así como 'fundamentalista vegetariano'. El término me resultó chistoso, y lo empleé durante años como ejemplo de tantas ridiculeces que en distintas épocas hacen las delicias de una mínima porción de gente. Hoy día, ya no estoy tan convcencida de que haya sido un chiste, y por ende, sea motivo de risa.
Porque claro, a mis tiernos nueve añitos sabía perfectamente qué era o qué hacía un vegetariano. Quienquiera que haya crecido en los ochentas, se acordará del boom naturista a nivel comercial. Se comenzaban a hacer serios intentos por pregonar las bondades de la soya, e incluso, mi hermano y yo fuimos víctimas del entusiasmo de mi madre al ser obligados a beber leche de soya, ya que el médico afirmaba que la leche 'no era buena' para nadie, de modo que hubimos de apechugar hasta que mi propia madre en persona tomó la dicha leche y se convenció por sí misma que el potingue en cuestión era una soberana porquería. Se hablaba del 'alga spirulina' como de cosa de gran virtud, y se abrieron múltiples changarros de Súper Soya de distintas dimensiones. Lo 'natural', con ciertas connotaciones de vegetarianismo, empezaba a cobrar fuerza, no como cosa de hippies, sino de quienes eran conscientes de su salud. Habiendo crecido en una casa en donde los procesados eran cosa realmente rara, ya que mi madre toda la vida fue enemiga acérrima de las carnes frías, las latas, los preenvasados y demás, por no decir que los congelados eran catalogados por la susodicha señora de poco menos que porquerías, amén de que los precios eran prohibitivos, nunca me pareció exagerado hablar de cocinar en casa, de comprar los insumos frescos, o lo más fresco que se pudiera, y limitar el uso de productos envasados al mínimo, como la salsa catsup, o restringirlos a casos de extrema urgencia. Dar el paso a dejar la carne y evitar los alimentos procesados para cambiarlos por los elaborados en casa no fue penoso en absoluto ni me supuso un esfuerzo mayor del normal. Pero, de ser concientes de la salud a volverse fanáticos no hay más que un paso.
Últimamente hay quienes de plano se pasan de la raya. Por ejemplo, está el curioso caso de los activistas del PETA que, en días pasados, empanizaron a una de esas estrellitas de Hollywood cuya carrera al parecer se limita a pindonguear por el mundo y hacer escándalos, por portar una estola de pieles. El incidente, desde mi punto de vista, es execrable. Porque no porque los señores del PETA reprueben algo allá en lo más recóndito de sus consciencias, van a andar atacando al prójimo que no comparte sus puntos de vista. Ahorita es harina, y la tipa que lo hizo estaba feliz de la vida con su 'ocurrencia', misma que seguramente fue festejada ampliamente por sus cofrades. ¿Qué sigue? Lo importante no es con qué la atacaron, sino el que lo hayan hecho. Podemos esperar que al rato la golpeen, o le hagan trizas la estola simplemente porque no les parece bien que alguien use pieles de animalitos para adornarse. Lo que supone un descalabro económico y un delito que se denomina 'daño a propiedad ajena'. Pero, ¡ay de aquél al que se le ocurra tocarles un pelo! Porque ya tendrán más excusas para avalar su comportamiento violento y nada civilizado. ¿Un humano les merece menos respeto que un animal que ya está muerto, aunque les parezca mal? Así parece.
Y el respeto a los animales se ha vuelto un estilo de vida, una filosofía que se torna por momentos más violenta. No me refiero sólo a las cuestionables prácticas del PETA, sino a un grupo que ahora se dedica a hacer terrorismo alimenticio: los veganos. Porque, hasta donde recuerdo haber leído hace unos cuantos antieres, el veganismo se refería únicamente a las personas que no sólo no comían ninguna carne, sino ningún derivado animal, como mantequilla, huevos, etcétera. Pero ahora han rodeado al veganismo de un aura cuasi-mística, que dicta que el que es vegano DEBE serlo no por cuestiones de salud, sino de conciencia. Si uno toma la decisión de volverse vegano porque quiere bajar de peso, está mal. Lo mismo, si uno lo hace por motivos de salud. Ahora han dado en llamarse 'abolicionistas', y hasta tienen las consignas de todo movimiento que se precie de ser político de una manera u otra que se respete: 'no son comida, no son entretenimiento, no son vestido', proclaman a voz en cuello.
Cada día veo con creciente pasmo cómo va adquiriendo mayor sentido lo que decía Larry Gonnick sobre los 'fundamentalistas vegetarianos'. Se empeñan, cada vez con más encono, en señalar en donde los que no compartimos sus creencias estamos mal. Argumentan, desde que 'el ser humano no está diseñado para comer carne, sino para ser eminentemente vegetariano', hasta que los que comen carne violentan el 'No matarás'. Peor todavía, los llamados 'abolicionistas', que son los peores en mi parecer, salen con que nos van a contar 'la neta' de por qué comemos carne, que para ellos y sus retorcidas mentecitas tiene que ver con la mala educación que se nos da desde niños, cuando nos enseñan que hay animales puestos al servicio del hombre para darle de comer, cosa que se traduce en que después nadie tenga una idea muy clara de la procedencia de los alimentos. Lo anterior me pareció una patochada mayúscula, porque si bien es cierto que hay mucha gente que, como en la película Wall-e, piensa que las pizzas crecen en los árboles, ¿en dónde deja eso a, por ejemplo, un niño que desde muy chico ha tenido como obligación ordeñar a la vaca por las mañanas? ¿Podríamos realmente hablar de que tanto él como su familia son una manga de ignorantes?
El maltrato a los animales, afirman, no debiera de ser un problema, ya que los animales ni siquiera deberían de tratarse. A lo que yo pregunto, ¿y cómo piensan cambiar eso en un ambiente urbano, por ejemplo? En una ciudad plagada de perros, los seres humanos se ven obligados a convivir con ellos. Entiendo que no quieran tener mascotas, ya que, como dicen, 'no son entretenimiento', y desde mi muy personal punto de vista está muy mal regalar mascotas como si de peluches se tratara. Pero ¿qué van a hacer con el perro callejero? Porque seguramente no querrán que lo sacrifiquen, sin embargo, si siguen sus preceptos a la letra, tampoco se molestarán en darle de comer. ¿Y qué proponen para solucionar el problema? Nada. Desde su alto cajón de detergente pontifican lo que se debe y no de hacer, sin embargo, me parece que cierran los ojos a problemas muy sencillos. Por ejemplo, todas las especies que en un momento dado han sido domesticadas, ¿qué se supone que hay que hacer? Un granjero con sus pollos, ¿ha de soltarlos a que sean presa fácil de los gavilanes y las comadrejas porque no se saben defender? Dirán que es lo correcto, que es el orden natural, sin embargo, quisiera ver qué cara ponen cuando se les hable de sobrepoblación de depredadores y lo que eso puede llegar a significar, como es que una linda zorra hambrienta un día se coma a uno de sus hijos porque simplemente se terminó su fuente de alimento y tiene que comer. ¿Les seguirá pareciendo tan natural el asunto?
Los mentados 'abolicionistas' ahora han dado en acuñar su propia filosofía, destinada a darle en las narices a todo mundo con sus 'argumentos'. 'Especista', le llaman a la sociedad con todo su desprecio. La discriminación de que se hace objeto a los animales, dicen, es simplemente con el objeto de justificar por qué unos se comen y otros son de diversión. Pero, como sienten y piensan, debiéramos replantearnos el asunto y pensar si de verdad porque son distintos a nosotros deberíamos de 'discriminarlos'. El argumento me pareció lo suficientemente ramplón como para recordar aquello de 'Los animales son personas', igualmente ridículo, pero con el afán de serlo, ya que aparecía en un cuentito del Pato Donald, no se preciaba de ser dogma ni precepto filosófico digno de ser tomado con la mayor seriedad.
Lo que me repatea es que venga cualquier tarado y me diga qué es lo que supuestamente lucubró su brillante cabeza que va a venir a rasgar las tinieblas de mi 'ignorancia'. Siempre sospecho, y sospecharé, de quien me quiera venir a vender 'la verdad', trátese de religión o de lo que me llevo a la boca, ya que, de entrada, el que alguien adhiera el epíteto de 'verdad' a su discurso, para mí lo abarata automáticamente, ya que, con toda seguridad me encontraré con un descubridor de hilos negros y aguas tibias que de entrada me insulta al tildarme de ignorante y en segunda condesciende a participarme de su 'sabiduría', generalmente compuesta de análisis baratos, conclusiones fantasiosas y tonterías sin fin. Por eso es que detesto los fundamentalismos, ya que parten del principio del 'yo estoy bien y tú estás mal'. ¿Acaso somos tan obtusos que un sólo punto de vista debe ser válido para todos? Honestamente lo dudo. Las razones que cada cual tiene para hacer lo que crea conveniente son muy suyas, no tiene por qué andarlas lanzando a los cuatro vientos, ni obligar a nadie a compartirlas, o, en el peor de los casos, atacarlos porque no lo hacen. Y sí, yo soy muy comodona, porque no como carne porque no me da la gana tragarla, pero no siento la necesidad de justificar lo que hago o dejo de hacer detrás de pseudo filosofías vacuas que sólo sirven para que unos cuantos se sientan moralmente superiores a los demás. ¿No será precisamente ese el meollo del asunto? ¿Que como no tienen nada más de qué sentirse orgullosos pregonan sus hábitos alimenticios y esperan que todos corran a aplaudirles porque el resto de sus vidas no merece el menor aplauso? Tal vez. Quizás sea la nueva forma, incluso, de pregonar estatus, ya que los precios de los productos orgánicos y 'ecológicamente viables', como les llaman, son bastante más elevados que el de los productos 'normales'. La ropa 'orgánica' es carísima, de modo que estamos los que, por muy conscientes que seamos, nos vemos obligados a usar trapos normales, so pena de andar desnudos por la vida por la incosteabilidad de dichas prendas. Luego entonces, si de verdad los 'abolicionistas' son tan apegados a sus principios, eso sólo puede significar una cosa: snobismo. Porque, curiosamente nunca se menciona al veganismo como producto de la ociosidad, lo cual para mí es muy evidente. Yo no tendría tiempo de andar en manifestaciones por los derechos de acá, o porque se deje de hacer allá, ni de andar cazando gente para empanizarla. No, yo tengo cosas más importantes que hacer. De modo que estos señores, al igual que los 'globalifóbicos', han de ser, en su mayoría, gentecita de lo más ociosa, con grandes cantidades de tiempo disponible para andar en manifestaciones, y, mejor aún, recursos ilimitados para danzar por el globo y comprar sus trapos orgánicos. Cosa que yo, definitivamente, no quiero y no puedo hacer.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Supersize me, o la responsabilidad de quien se lo traga

Me gusta el cine. No siempre el cine de 'arte', sobre el que tengo mis muy particulares opiniones. Me entretengo, casi, con cualquier película. Puedo pasar dos horas frente a la televisión gruñendo 'ah, pero que bodrio', sin embargo, hay algo que me impide apagarla. Quizás, más bien, debiera decir que me gustan las películas, ya que no soy muy afecta a acudir a las salas de cine, condición que, supongo, es imprescindible para cualquier cinéfilo que se respete.
Uno de los géneros, por llamarlo de alguna manera, que particularmente me agrada es el que últimamente han desarrollado algunos cineastas gringos, híbridos entre documentales y críticas. El cineasta en cuestión toma un tema, investiga, y plaga el filme de sus muy particulares opiniones a lo largo del mismo. Creo que el más conocido cineasta que dedica su tiempo y sus energías al desarrollo de dicho género es Michael Moore. Otro que levantó bastante revuelo en su momento, fue Morgan Spurlock, con su filme Supersize me, mismo que se ha empleado para los fines más diversos, desde propaganda anti-yanqui, hasta para justificar el veganismo. Lo que me ocupa en esta ocasión, no es tanto el empleo que se le ha dado a dicha película, sino lo que se puede observar, tanto en los filmes de Moore, como en el muy aclamado de Spurlock.
A muchos les parecerá, tal vez, que el tipo hizo un documental hasta allá, atacando a tan importante pilar de la sociedad gringa como los restaurantes de comida rápida, refiriéndose en particular al garito de hamburguesas de las orejitas amarillas. Y no sólo hasta ahí llegó su valor, sino que, en una muestra de vocación periodística digno de los más grandes elogios, se sometió a un régimen de un mes de no comer otra cosa que lo que expenden en dicho sitio, poniendo en riesgo su salud, y bueno, hasta su vida, llevado de su afán de denuncia a una de las instituciones más corruptas sobre el planeta.
Lo anterior no es más que la grandilocuencia de la primera vista, y la hipérbole propia de quien se ha casado con una hipótesis y la va a demostrar cuéstele lo que le cueste. La película es efectista-en el peor sentido- a más no poder, llegando a rayar en ocasiones con el sensacionalismo. ¿A qué se deben mis acerbas críticas? No a falta de coherencia, que ya he criticado a dichos lugares en este mismo blog, sino a la serie de interesantes fenómenos que pone de relieve dicha cinta.
Hagamos un breve resumen: la cinta, si es que no la han visto, presenta una investigación que hace Spurlock sobre los riesgos a la salud que representa comer en el mencionado garito de hamburguesas, amén de denunciar la corrupción y facilonería de diversas instituciones, que prefieren engrasar las arterias de la gente antes que proporcionarle la debida información. Comienza de una manera un tanto curiosa: unos niños cantando una cancioncilla que contiene en su 'letra', o más bien, que el componente esencial de la letra son los nombres de changarros diversos de basura comestible. Con lo anterior, el cineasta intenta darnos una idea de la gravedad de la incidencia del aparato publicitario de dichos sitios en las mentes de los niños. Cuando, más avanzado el filme, les presenta a varios niños diversas imágenes, y los chamacos sólo son capaces de identificar, sin el menor titubeo, los personajes a que se asocia a dichas cadenas, ya uno está convencido de que estamos hablando de una industria sumamente insidiosa, que no duda en envenenar las mentes jóvenes para que le resulte mucho más sencilla la tarea de envenenar sus organismos más adelante. En suma, y mientras Spurlock se arruina el físico y la salud comiendo diario y a todas horas lo que sirven en el garito de hamburguesas objeto de su estudio, lo que se ve es una constante repetición de lo expuesto anteriormente.
No es del todo incorrecto lo que hace. Creo que todos tenemos una idea más o menos clara de qué tipo de basura comestible expenden en dichos sitios, o sea que lo que presenta, en sí mismo no es exagerado. Tampoco, para los que no tienen la mínima noción de lo que se están llevando a la boca cada vez que comen en dichos sitios, es malo que se les ponga delante de los ojos la información, valiosa en ocasiones, a la que de otra forma no tendrían acceso. Sin embargo, tanto Morgan Spurlock como Michael Moore son compañeros del mismo dolor al defender la misma tesis: el problema está afuera, y la gente no tiene la culpa de nada.
Uno de los 'expertos' a quien entrevista Spurlock es el abogado que ganó un histórico pleito contra Phillip Morris. El cuerpo del problema, si no recuerdo mal, fue que, cuando a una fumadora le diagnosticaron cáncer, decidió demandar a la compañía tabacalera por no sé cuántos millones de dólares, alegando que fue su publicidad y sus productos los que le provocaron tal mal. Lo malo no fue la demanda en sí, sino que la ganara. Unos años después, los padres de dos adolescentes obesas demandaron al garito de hamburguesas por haberles provocado la obesidad que padecían a sus hijas. Siguiendo el precedente, y con la asesoría de tal abogado, seguramente les pareció muy sencillo y creyeron que podían hacer negocio de los problemas de salud de sus hijas. Lo mejor del caso fue que la causa se sobreseyó. Los alegatos del garito de hamburguesas, a mi modo de ver, fueron contundentes: que si bien la gente sabía que no debía de comer en dichos sitios, o por lo menos no hacerlo con la frecuencia con que lo hacen, lo seguían haciendo. El cabildero que representa a las grandes procesadoras de alimentos fue un paso más adelante: dice que se reconoce que ellos son 'parte del problema', afirmación tomada con el mayor sarcasmo por Spurlock. La causa que lleva a Spurlock a presentar dichos problemas no es la mejor, en mi parecer. Porque todo gira en torno al discurso de 'la víctima'.
Según el cineasta, la gente es víctima de empresas sin escrúpulos, que gastan la pasta gansa para anunciarse y metérsele por los ojos, literalmente. Los adolescentes son víctimas de un sistema escolar corrupto y facilón, que prefiere retacarlos de comidas chatarra en las escuelas sólo porque resultan más baratas. Los niños son víctimas de programas inadecuados de cultura física. Y todos, absolutamente todos, son víctimas de supina ignorancia, misma que se propicia y auspicia bajo las narices del gobierno, cuando no el mismo resulta cómplice, porque también se ve beneficiado por los dineros incalculables que manejan las compañías que procesan alimentos y que los expenden.
Hasta aquí son los argumentos de la gente que se presume de 'izquierda', mismos que, ni duda cabe, son los que alaban los exaltados de mi Facultad y por lo que han convertido a dicho filme en casi objeto de culto. Sin embargo, ni el cineasta ni los exaltados son capaces de pensar que toda moneda tiene dos caras. Y es precisamente la otra cara del problema la que cineastas como Spurlock y Moore se empeñan en ocultar, o que de plano, se niegan siquiera a considerar, llevados como son de su entusiasmo.
Porque si bien se habla de una victimización, podría hablarse también de una palabrita muy fea que a la gente izquierdosa y a los 'críticos del sistema' les saca ronchas: responsabilidad. Alegan que la publicidad es capaz de embrutecer a la gente, por lo que se ve privada de libertad de elección. Sin embargo, en el filme de Spurlock aparece un tipo que afirma que, si no tiene hambre, aunque pase enfrente de incontables sitios de esos, no va a detenerse a comer porque no le da la gana. Muy diferente a la prédica general de la película. Y si un individuo puede hacerlo, ¿no podría igualmente el resto de la gente hacer lo mismo? Creo que sí. Los padres de las obesas merecerían ser demandados, a su vez, por el sistema de salud gringo. ¿Cómo que una adolescente de catorce años se la pasa tragando hamburguesas y porquerías? ¿Dónde están los padres? ¿De dónde es que esa niña saca el dinero para retacarse en dichos sitios? La responsabilidad, a mi entender, no es del garito que le vende mugres, sino de los padres que seguramente muy facilonamente le sueltan el dinero y no se preocupan de ver en qué es que lo gasta, y mucho menos se preocupan de prepararle comidas decentes en casa. Es cierto que la gente vive desinformada, sin embargo, si el filme de marras fuera más balanceado, en el momento en que se le solicita al garito la información nutricional de sus productos, y no la encuentran por ninguna parte, en vez de acusar al lugar de 'ocultar la información', hubiera sido decente hacer un experimento: en donde sí la encontraron, fotocopiar los folletos y repartirlos a la entrada del lugar. Veinte a uno a que se hubieran percatado, media hora después, que la acera lucía un bonito tapiz conformado por los susodichos folletos.
Parece entonces, que los más agrios críticos del sistema gringo pasan por alto una cosa. Quieren venderse la idea de que la gente es del todo inocente, y que los males que los aquejan son producto garras ajenas entre las que viven asidos. Para Moore, el malo de la película, literalmente, es el gobierno. Trata de dar a entender que la gente es muy chida, lo malo es el gobierno que tienen. Sin embargo, el gordo pasa por alto un detallito: que si Bush es un tal o es un cual, la gente misma a la que tanto defiende lo reeligió. Para Spurlock, los malos son las compañías procesadoras de alimentos, las cadenas de comida chatarra y finalmente, también el gobierno. El colesteroloso pasa por alto otro detallito, que muestra en su película, pero al que no le da la importancia como materia de análisis que merece: un par de señoras gordas que dicen que no tienen tiempo entre lavar la ropa, cuidar a los niños etcétera. Nunca mencionan el trabajo, de modo que, si los hijos de ese par son obesos, la culpa no es de la comida chatarra, sino de la comodonería de ambas señoras. Metonímicamente podríamos concluir que, como dice el refrán, no tiene la culpa el indio, sino el que lo hace compadre. O sea, no tienen la culpa las compañías, con todo su dinero y todo su poder, sino quienes permitieron que dichas compañías tengan el dinero y el poder. Traducción, el tragón obeso que se atraganta de hamburguesas, papas fritas, y se las baja con un bidón de refresco.

sábado, 25 de octubre de 2008

La dieta alternativa

Por una vez, desde la concepción de este espacio, dejaré de repelar sobre los hábitos alimenticios del prójimo y me concentraré en los propios. Sé que pueden carecer absolutamente de interés para el respetable, pero supongo que habrá quien se pregunte que si tanto rezongo de lo que tragan los demás, qué demonios trago yo. Pues ahí va.
Mi alacena ha sufrido cambios espectaculares en el transcurso de dos semanas, por no hablar de los contenidos de mi refrigerador. Donde antes se encontraban los productos más convencionales como leche, carne, carnes frías, frijoles, arroz-ambos de lo más común- y demás, hoy se encuentran radicando cómodamente bolsas y paquetes de productos que a más de uno le parecerán exóticos: algas, gluten de trigo, harina para preparar polenta, arroz integral, leche orgánica, etcétera.
No faltará quien piense que mi alacena y refrigerador se han vuelto un tanto snobs. Claro, con la reciente moda orgánica que dicta que hay que comprar productos, no sólo ecológica, sino hasta políticamente correctos, no han faltado fanáticos que pontifican sobre las virtudes de dichos alimentos, ni tarolas e ignorantes que se han lanzado briosamente a adquirirlos, simplemente porque son más caros que los normales, sin saber exactamente qué se están llevando a sus casas, mucho menos el porqué. Sin embargo, cuando se ha dejado de comer carnes rojas y sus derivados, hay que tener mucho cuidado con lo que uno pone en su mesa.
¿Qué, qué? El ser humano no está diseñado para prescindir de la preciosa carne, dirán algunos. Comer comida hippie está de moda, dirán otros. Es puro esnobismo, dirán los más. Pero cuando los pantalones han comenzado a apretar y a dejar marcas cuando antes quedaban hasta guangos, hay que poner solución. A grandes males, grandes remedios.
Mucho me extraña escuchar a la gente quejarse infinitamente de los kilos que no pueden bajar, de la panza rebelde que se rehusa a guardarse bajo la discreción de las prendas de vestir e insiste en exhibirse en cuanto tiene oportunidad, de la lonja que no disimula ni la faja de más alta tecnología. Porque en mi muy particular experiencia, y lo observado en semana y media de haberle dicho adiós a la carne, no es resultado de despreciar el que los pantalones ya no me ahorquen. Y no, ni soy víctima de mi entusiasmo, ni estoy alucinando.
Los dramáticos resultados observados se deben, creo yo, a haber suprimido la ingesta de carnes frías que ya se nos estaba volviendo costumbre. Típico, se compraba el jamón para la semana, pero no faltaba que, a mitad de la misma, ya no quedaban ni rastros, con la consecuencia de que había que salir corriendo a la tiendita a resurtirnos. Pero por muy conveniente que resulte, y muy cómodo y muy fácil, la cantidad de sal con que se curan dichas carnes puede hinchar hasta al más pintado, por no hablar de la grasa que contienen. Sí, sí, sé que hoy en día se están poniendo de moda las carnes frías 'sin sal y sin grasa'. Pero yo pregunto, ¿con qué las curan entonces? Puede que no con cloruro de sodio, con lo que técnicamente no nos están mintiendo, sin embargo, de alguna manera hay que hacer que la carne se conserve. De modo que, abur a las carnes frías, y de paso, a unos cuantos centímetros de cintura.
La decisión de dejar de comer carne se tomó de una manera casi casual. No fue algo que dijéramos 'ok, vamos a dejar la carne'. Simplemente, se nos ocurrió que no sería una mala idea 'desintoxicarnos' una semana, en el transcurso de la cual, fuimos planteándonos con mucha mayor seriedad, y a mayor plazo, qué alternativas teníamos para evitar el consumo de carnes rojas en el futuro. Comenzamos a informarnos sobre fuentes de proteína vegetal, y poco a poco fue surgiendo la idea de convertirlo casi en un estilo de vida.
Muy a pesar de lo que mucha gente hace, ya sabemos, eso de lanzarse a comprar cualquier cantidad de cosas 'raras' porque nos dijeron que son 'buenas', pero que acaban arrumbadas y caducas en el rincón más oscuro de la alacena porque no se sabe cómo hay que prepararlas, afortunadamente, como ya mencioné, nuestro entusiasmo no es el del Borras, ya que muchas preparaciones no me son desconocidas, y a través de largas jornadas de navegación culinaria he encontrado muchas otras que me han parecido francamente apetecibles, y por tanto, me muero de ganas de probarlas. Sé perfectamente que como en todo, hay riesgo. Riesgo de que tal o cual cosa de plano no nos guste, o que el plato termine siendo una soberana porquería. Lo bueno es que, a diferencia de muchos que botan la toalla y regresan a su fuente de colesterol habitual porque el experimento no resultó tan apetecible como esperaban, estamos perfectamente conscientes de ello, y si algo no gusta, se puede perfectamente reemplazar por otra cosa. En la variedad está el gusto, que dicen por ahí.
No hay fanatismos involucrados. No hay esta tendencia, cada vez más acusada, de convertir lo que nos llevamos a la boca en un asunto de corrección política y ética. Hay cosas a las que sabemos que no vamos a renunciar, como la leche-autoproclamados becerros que somos-o los huevos. Y sabemos que hay que tener mucho más cuidado del habitual para seleccionar los menús y las comidas. Pero, aunque parece que me estoy quejando, encuentro algo de muy valioso en el experimento: me voy dando cuenta de la infinita variedad de comestibles que tenemos a nuestra disposición, y me doy cuenta también de la infinita variedad de preparaciones de las que la mayoría nos perdemos pensando que sólo hay para comer carne o pollo o cerdo. El tedio culinario también se ha de combatir.

domingo, 12 de octubre de 2008

Los gordos y la comida rápida

La comida rápida es como la contaminación: está en todas partes. No es sorprendente, entonces, encontrar chicos trepados en motocicletas acudiendo diligentemente a surtir algún pedido, poniendo muchas veces en riesgo tanto su propia integridad como la de los que comparten con ellos la calle en ese momento. Diferentes logotipos adornan las motos: desde los clásicos chicos de la pizza hasta los de las tortas 'nice', pasando por los del pollo frito y ahora hasta los de los restaurantes más grandes.
La comida no es rápida por su forma de transportarse. Supónese que lo es porque su preparación y puesta a punto lleva solamente unos minutos, comparado con el tiempo que tarda una comida más en forma. No es lo mismo aventar a una plancha hirviendo una porción de carne molida, que, con la misma porción, preparar un picadillo, por ejemplo. El primer caso sólo se lleva lo que se tarde el preparante en aplanar la porción, darle forma y aventarla a la plancha o al sartén. En el segundo, hay que dorar la carne, cortar las verduras, preparar el jitomate, aderezar y esperar a que esté cocido el conjunto, operación que, a los que nos tomamos nuestro tiempo, puede llevarnos un par de horas.
Otra ventaja de la comida rápida es la conveniencia. Los que optan por comprarla, no sólo contemplan la velocidad a la que les es servida, sino que también cuenta la velocidad a la que se consume. Por no mencionar que, al ser poco acogedores los lugares donde se sirve dicha comida, se suele pedir, comer y salir en menos tiempo del que se tomaría la misma familia en acudir a un restaurante más 'formal', ordenar al menos dos tiempos, ser servidos, consumirlos y salir. Y ya que se mencionan los restaurantes de a de veras, otra de las conveniencias que se contemplan son los precios. Se presume que es más barato salir y comprar, por ejemplo, una cubeta de pollo frito con sus complementos, con lo cual una familia come 'bien'-lo dejaría en come, simplemente, pero prefiero referirme a su propia publicidad-, que acudir a un restaurante más en forma a consumir los alimentos. Por no decir que en ambos casos, quien cocine en esa casa sale ganando, ya que se evita la molestia, tanto de cocinar, como de lavar trastes, amén de que les ahorra la espera a sus hambreados.
Lo anterior pudiera hacer pensar que, en mi muy particular opinión, la susodicha comida es la panacea moderna, tanto a la falta de tiempo como a la falta de habilidad en la cocina. Pues no. Dichos lugares no sólo no me atraen, sino que los evito hasta donde me es posible. Y mucha gente haría bien en hacerlo también, especialmente aquéllos que tienen problemas de sobrepeso.
¿Por qué?, se preguntarán algunos. No estoy en campaña para coartar la libertad gastronómica del respetable, ni le rindo culto a la salud. En mi muy personal opinión, dicha comida crea más problemas de los que aparentemente soluciona. Y en ese punto, no estoy dispuesta a dar mi brazo a torcer.
Veamos, pues. Comer en un restaurante de comida rápida es muy satisfactorio, según pregonan los aficionados a dichos lugares. La comida es muy 'sabrosa', o sea, tiene mucho sabor. ¿De veras? ¿No será que lo que tiene dicha comida son carretadas de aditivos y toneladas de sal? El otro día, en un trabajito informal de estudio de mercado, encargado por uno de mis alumnos, me di a la tarea de probar un helado de un changarro de hamburguesas. La base de helado era asquerosamente dulce. No contentos con éso, todavía le añaden chocolate de leche-dulcísimo, en mi opinión-, y lo bañan en caramelo. Postre más desbalanceado no puede haber. Sin embargo, es la exageración de los sabores lo que al parecer llama más la atención.
Porque basta con mirar el fondo de la canastilla donde sirven las papas fritas para darnos cuenta de la cantidad de sal que les añaden. Basta con probar los postres para percatarnos de que la cantidad de azúcar que contienen es capaz de provocarle un coma diabético a la persona más sana, máxime después de haberse sorbido un refresco que, más que servido en un vaso, parece servido en un recipiente destinado a bañar, con toda comodidad, a la mascota de la familia, así sea un San Bernardo. Las grasas que contienen dichas comidas son suficientes para mandarnos el colesterol al cielo, por no hablar de que, al terminar de ingerir dicha comida, terminamos con la presión arterial unos cuantos milímetros de mercurio más arriba de lo habitual.
Pero nos estamos malacostumbrando al exceso. Mucha grasa, mucha sal y mucha azúcar. Pensamos que más allá de eso, no hay manera de dar sabor a los alimentos. Hasta al cocinero menos dotado se le ocurre que friendo lo que sea, va a adquirir mejor sabor. Y si se le llena de sal, no hay paladar que se dé cuenta que la carne está medio cruda, por ejemplo, o que las verduras llevan buen camino hacia la putrefacción. Y claro, si no nos da tiempo de comprar el bidón de refresco, un buen sustituto es una jarra de agua a la que se le añade el jugo de dos limones, y más o menos medio kilo de azúcar.
Con ánimo de hacer un poco de estudio sociológico, el domingo pasado me metí a un lugar de ésos, uno que vende pollo frito. Mi pasmo subió de punto al ver que, al menos, el 75% de la población de dicho restaurante eran gordos. No sólo gente con lonja, sino verdaderamente pasados de peso, cuando no obesos. Y lo peor, fue que había una alta población de niños entre los concurrentes. Pero, pensándolo bien, ¿qué tiene de raro que los que comen ahí sean gordos? ¿Qué tiene de raro que los niños sean gordos? Dicen los nutriólogos que lo que se hereda no es tanto la propensión a la gordura como los malos hábitos alimenticios. Y si los padres llevan a los niños a dichos lugares, no se puede esperar mucho. Un niño de 7 años no tiene mucho poder adquisitivo que digamos, y menos, poder de decisión sobre lo que se lleva a la boca. Son los adultos los que encuentran la 'facilidad' y la 'conveniencia' de llevar a sus retoños a dichos sitios. Y por supuesto, con el anzuelo de juguetitos en cajitas infelices y demás porquerías que se expenden junto con la basura comestible, los niños resultan un público fácilmente convencible y enganchable. Lo dicen en la película Supersize Me: el niño asociará el lugar a buenos recuerdos, por tanto seguirá concurriendo al mismo cuando sea adulto.
Como si los inconvenientes de salud no fueran suficientes, también están los inconvenientes económicos. Porque comer en dichos sitios, contrariamente a lo que se nos hace creer, no resulta barato. Con lo que se compra una cubeta de pollo frito con puré de papas, ensalada de dudosa procedencia e ingredientes no sencillamente identificados, y una tanda de bizcochitos que más parecen cartón mascado metido al horno, fácilmente se pueden comprar insumos que pueden durar para comer, lo menos, tres días.
¿Conveniencia, o inconveniencia? Si pensáramos un poco más en qué es lo que nos llevamos a la boca, tal vez dichos restaurantes hubieran ido a la quiebra hace años. Sin embargo, aprovechando la tan socorrida 'falta de tiempo', y que hoy día no nos damos tantito para aprender a preparar una pieza de carne o un pollo decentemente, y a que, en el otro extremo del artículo anterior para mucha gente la comida es una obligación que hay que suplir de cualquier modo, los sitios ésos siguen prosperando. Y seguirán. Y los gordos seguirán causando más gastos al Estado que todos los fumadores de la República juntos. Pero mientras a unos se nos reprime, a otros se les solapa, siendo que terminan por ser más gravosos al Estado y a sus familias que a los que gustamos de ver transcurrir la vida entre plácidas nubes de humo de tabaco.

sábado, 11 de octubre de 2008

La cocina confusa

Es difícil describir en lo que se ha convertido la gastronomía últimamente. En la acuciosa carrera por la exquisitez que nos vemos obligados a correr-hay que refinarse, hay que ser gente culta, o por lo menos parecerlo-, diariamente nos topamos con cosas de lo más extrañas. No es raro hoy día encontrar un postre espolvoreado con cilantro, una sopa a la que se añade chocolate...en fin.
Cosas que en mi época eran casi una majadería hoy significan que se es muy exquisito. No sé si en parte se deba a la gran difusión que está recibiendo hoy día la comida, principalmente a nivel profesional. Hasta en la más piojosa universidad ofrecen 'carrera de chef'-lo que sea que tan críptico término signifique-, o 'licenciado en gastronomía', cosa que en los días de mis pininos en la estufa no sucedía. Creo que en aquéllos ayeres, las opciones eran un tanto limitadas: o se estudiaba con Chepina Peralta, o con Lety Gordon, ambas connotadas cocineras muy apreciadas por las amas de casa, quienes, como mi madre, esperaban las emisiones radiales de sus cápsulas o sus programas libreta en mano, dispuestas luego a acometer el codiciado conocimiento gastronómico recién adquirido con todos los bríos posibles para ofrecer algo distinto de comer a sus familias.
La angustiante pregunta '¿y ahora qué voy a hacer de comer?' no sólo no se ha contestado, sino que cada día se complica más. Ya no basta con ofrecer una carne asada con su respectiva enchilada a un lado y frijoles refritos. No. El ama de casa se ve orillada a recorrer interminables estanterías llenas de condimentos y especias traídos de las antípodas. Milagro de la globalización. En mis épocas, claro que se vendían especias y condimentos, sin embargo, no eran para que cualquiera anduviera tonteando con ellos, en primera porque eran bastante caros, en segunda, porque el ama de casa promedio o el cocinero amateur sin pretensiones les tenía miedo. Una cosa era producto de la otra, por supuesto. Ahora, somos todos urgidos a probar tal especia en polvo, las vainas de acá, las hojas secas de allá. A la hora de probar una receta nueva, hay que poner el supermercado o el mercado patas arriba buscando el condimento tal que nos pidieron en la receta que dieron en la tele. La carne ya no se asa. Se 'sella', y dependiendo de la preparación, se termina en el horno. Por una serie de razones que, a los más, nos parecen la mar de crípticas. ¿Qué hay de malo en arrojar un bistec a la sartén y dejarlo que se cocine así nomás? Todo. Se está profanando a la bendita carne, a la cual hay que tratar con más respeto que si de nuestra progenitora se tratara. Tras el proceso de asado, perdón, de sellado, hay que desglasar la sartén. Algo que el común de los mortales hace para deshacerse de la grasa pegada y demás partículas que insistentemente se adhieren a las superficies de los trastos, así sean antiadherentes, ahora es obligatorio a la hora de preparar un plato digno de la 'gente'. Hay que rociar la sartén con algún líquido, vino de preferencia o algún fondo que se ha hervido por ocho horas, para después rascar las adherencias y preparar una salsa. Adiós salsita verde o roja. La nueva exquisitez nos lo prohibe terminantemente. Ni hablar de los frijoles. ¿Qué es éso?, se preguntarán algunos. No, hay que salir corriendo a comprar la leguminosa más exótica que nos orezca el supermercado local, cocerla y freírla, cual si de frijoles se tratara, con el asegún de que no lo son. Y para terminar, hay que cortar el trozo de carne en pedazos diminutos, los cuales apilaremos prolijamente en el plato. Cuando nos demos cuenta de que la ley de la gravedad está a punto de asomar su fea cabeza, hay que detenernos, ya que si tal accidente sucede, mucho irá en detrimento de nuestro plato. Entonces, tenemos que hay que reducir la porción a la mitad, o a la cuarta parte. Lo que significa que si solíamos embaularnos un bife de 200 gramos, ahora comeremos la mitad. ¿La enchilada? Por piedad, es cocina fina. ¿Qué les parece como perfecto acompañamiento algo así como un puré de fresas aderezado con cominos, el cual embarraremos en un tapiz de silicón apto para el horno y nos pasamos toda la mañana observando mientras se seca a temperatura bajísima para lograr una muy vistosa lámina, mientras la presión arterial nos sube al pensar en las horas que lleva prendido el horno sólo para secar las fresas? La abundancia en las porciones no es terreno para la exquisitez, justamente lo contrario. La carencia se compensa de maneras diversas: empenachando la carne con alguna yerba, o sirviendo en platos más pequeños. Lo cual también es impensable dentro de la nueva exquisitez: los platos tienen que ser enormes. Tal vez para provocarle algún complejo a la minúscula porción servida, y para dar la sensación de que, tras largas horas en la cocina, no se ha comido realmente.
Yo me pregunto: ¿dónde quedaron las porciones generosas, armónicamente distribuidas en el plato cubriéndolo por completo? Desterradas, aparentemente. En una cocina en donde se opta por servir un 'Potage Saint-Germain', que no es más que sopa de chícharos, en tubos de ensaye, la abundancia es anatema. ¿Será porque se piensa que lo basto es vulgar? Muy probablemente.
La cocina confusa nos está condenando a comer cada vez menos. 'Menos es más', rezan sonrientes los más emblemáticos cocineros de la televisión por cable, en tanto sirven porciones de miseria que se pierden en extravagantemente grandes e inadecuados platos.
Esta es la primera entrega. No me voy a dedicar a buscar recetas prototípicas de confusión gastronómica-que muchos insisten en llamar fusión-, ni me voy a dedicar a criticar acremente las nuevas tendencias culinarias. Para mí, ésto es simplemente un pretexto para divulgar, a quien quiera leer, mis muy particulares ideas sobre uno de los temas que representa el otro cincuenta por ciento de mis muy personales pasiones y perversiones: la comida y la cocina. Tal vez, ocasionalmente, me decida a publicar alguna recetilla por ahí. Pero no esperen que sea confusa. Manoseada, tal vez, pero dentro de los límites de lo que aprendí, ya hace más de veinte años, que era el decoro gastronómico.